MARIANA TELLERIA

La producción de Telleria revela una considerable diversidad de recursos y operaciones artísticas que destilan y metabolizan reflexiones profusas, como la significación cultural de las cosas cotidianas, las posibilidades de uso que ofrecen las formas y el modo en que toda civilización se define por un abordaje particular de las relaciones entre naturaleza y construcción, capaces de manifestarse en terrenos tan disímiles como la metafísica, la cosmogonía y la moda.

Es medular a su práctica la intención de subvertir aquello que existe, guiada siempre por la posibilidad de generar sincronías entre cosas, formas y sentidos lejanos. Las ideas están en todos lados y, como sucede en la construcción de un poema, del mundo o la realidad; los elementos que los conforman actúan como fuerzas que pueden confluir y reordenarse, contagiarse entre ellas, torcer lo derecho, juntarse con un objeto de otro orden material y explorar configuraciones insospechadas. Las intuitivas intervenciones y transformaciones que realiza sobre las cosas evidencian un archivo de sentidos desacralizados que conforman su patrón poético y conceptual, en el cual la iconografía religiosa comparte con la basura, la moda, el accidente, el espectáculo, la industria y la naturaleza una misma jerarquía horizontal. Oscilando entre la abstracción y la figuración, rebotando entre el surrealismo y el conceptualismo, la artista nos enfrenta a un colapso epistemológico.

Telleria habita su práctica artística como una metafísica alternativa en la que pueden plantearse nuevas relaciones ambientales, antropológicas e interespecie. En este territorio de temperamento hereje que la artista construye, cualquier objeto, espacio o situación es propenso a ser explotado en su dimensión estética, una suerte de purga milagrosa de sentido que renueva todas las cosas: marcos, camas, imágenes religiosas y autos son cortados en cuatro para convertirse en cruces, las cruces son mástiles, las ramas bichos y las ruinas de una catástrofe devienen monumento.

La idea del color negro, la insistente aplicación material del negro ya es parte del patrimonio de la artista, tanto como intervenir en la aparente permanencia de las cosas. Así sus instalaciones e intervenciones en el espacio público irrumpen en el paisaje de lxs transeuntxs, forzandolxs a preguntarse por aquello que desestabiliza su mirada habitual. Le interesa ese interlocutor eventual, ajeno a cualquier entidad legitimadora, abandonadx a su propia reflexión estética y ontológica en un entorno proclive a la ambigüedad, donde se sacrifica el yo de la artista. En esa voluntad que se vuelve anónima Telleria reconoce el estímulo radical de la relación entre lo público y lo privado, el adentro y el afuera.

Selección de Obras

Días en que todo es verdad
2023 Objetos encontrados, intervenidos y combinados. Construcción escalonada de madera. 324 x 421 x 35 cm
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Sin título
2022 13 x 21 cm The End of Imagination, en colaboración con Adrián Villar Rojas, The Bass, Miami
New Animal VII
2022 Puertas de auto restauradas 295 x 150 x 150 cm
La pesadilla del sol
2021 5 calefactores halógenos de cuarzo y construcción diagonal en seco a medida.
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New Animal III
2020 Ruedas y planta de interior 225 x 65cm (diámetro)
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New Animal IV
2020 Paragolpes de auto curvado, hoja de palmera seca, tela de red. 120 x 100 x 80 cm (Disponible)
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New Animal II
2020 Puerta de auto chocada con pintura restaurada, volúmenes de tela, planta. 175 x 100 x 70 cm (Disponible)
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New Animal V
2020 Corteza de árbol, fragmento de neumático, volados y volúmenes de tela 287 x 85 x 40 cm (Disponible)
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UnU + New Animals
2020 Vista de sala de la muestra de Flavia Da Rin + Mariana Telleria en #BenzacarAlLado
El nombre de un país
2019 Vista de la instalación en el Pabellón Argentino, 58ª Bienal de Arte de Venecia
El nombre de un país
2019 Vista de la instalación en el Pabellón Argentino, 58ª Bienal de Arte de Venecia
El nombre de un país
2019 Vista de la instalación en el Pabellón Argentino, 58ª Bienal de Arte de Venecia
El nombre de un país
2019 Proceso de producción de la instalación en el Pabellón Argentino, 58ª Bienal de Arte de Venecia.
Ficción primitiva
2018 Vista de la exposición en Ruth Benzacar Galería de Arte. Buenos Aires, Argentina.
Ficción primitiva
2018 Tronco y ópticas de auto. 500 x 50 cm (Disponible)
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Dios es inmigrante
2017-2019 Vista de la instalación en Plaza Intendente Seeber, Semana del arte. Buenos Aires, Argentina. (Disponible)
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Dios es inmigrante
2017-2019 Detalle de la instalación en Plaza Intendente Seeber, Semana del arte. Buenos Aires, Argentina.
Dios es inmigrante
2017-2019 Detalle de la instalación en Plaza Intendente Seeber, Semana del arte. Buenos Aires, Argentina.
Sin título, de la serie Buscando a Cristo en todos lados.
2018 Dijes fragmentados Medidas variables (Disponible)
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Sin título, de la serie Buscando a Cristo en todos lados.
2018 Dijes fragmentados Medidas variables (Disponible)
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Dios es Inmigrante
2017-2019 Monumento 1400 x 150 x 150cm BIENALSUR, Muntref, Museo de la Inmigración, Buenos Aires, Argentina.
Dios es Inmigrante
Detalle.
Las canchas de paddle, después los cíbers y ahora yo
2017 Bloques de hielo, vidrio y ramas secas. 550 x 140 x 235 cm Vista de la instalación en Espacio Calyfornio, Buenos Aires, Argentina. (Disponible)
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La evolución de Cristo
2016 Mármol, bronce y cruz de bronce fragmentada. 75 x 180 x 80 cm (Disponible)
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El gran plan
2016 Témpera sobre revestimiento interior del techo de un auto 172 x 104 x 5 cm (Disponible)
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Antes de mi nacimiento
2016 Estructura metálica de lámpara, neumáticos, faros de auto, ramas, parabrisas rotos, cristales, elementos estructurales del auto y pertenencias personales. 550m x 250cm (diámetro) Répétition, Villa Empain, Fundación Boghossian. Bruselas, Bélgica.
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Te
2016 Crucifijo y madera 36 x 36 x 3,5 cm (Dsiponible)
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La evolución de Cristo
2016 Crucifijo de madera y bronce fragmentado. 93 x 61 x 7 cm
Máquina del tiempo lenta
2015 Escultura. Ruedas y papel 380 x 190 x 90cm ZONAMACO, Projects Rooms. México.
Todo era simple (I–II) De la serie: Buscando a Cristo en todos lados
2014 Mesa de madera fragmentada 53 x 53 x 64cm / 74 x 54 x 76 cm
Las noches de los días
2014 Intervención en la fachada del Museo Juan B. Castagnino. Rosario, Argentina.
Somos el límite de las cosas
2014 Escultura Estructura de madera para barcos 1000 x 1800 x 1500cm Museo de Arte Contemporáneo Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina
Sin título De la serie: Buscando a Cristo en todos lados.
2014 Collage 22 x 14 cm (Disponible)
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Imaginar la fe
2013 Estructura metálica 270 x 700 cm (Disponible)
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Los ángeles
2013 Vista de la exposición en Ruth Benzacar Galería de Arte. Buenos Aires, Argentina.
Los ángeles
2013 Vista de la exposición en Ruth Benzacar Galería de Arte. Buenos Aires, Argentina.
El primer momento de la existencia de algo.
2013 Performance. 9hs practicando el truco del mantel. Estadio Monumental Club Atlético River Plate. Buenos Aires, Argentina.
El primer momento de la existencia de algo.
2013 Performance. 9hs practicando el truco del mantel. Estadio Monumental Club Atlético River Plate. Buenos Aires, Argentina.
Sin título, de la serie Dios cree en mí
2012 cadena y dije 35 x 25 cm (Disponible)
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Sin título, de la serie Dios cree en mí
2012 Collares montados con las formas de los dijes 35 x 25 cm (cada uno) (Disponible)
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Depredador
2013 collage 26 x 18 cm (Disponible)
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Depredador
2013 collage 26 x 18 cm (Disponible)
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Depredador
2013 collage 26 x 18 cm (Disponible)
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Depredador
2013 collage 26 x 18 cm (Disponible)
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Días en que todo es verdad
2012 Objetos encontrados, intervenidos y combinados. 3 estantes de 300 cm cada uno. Vista de la instalación en "The Ungovernables", New Museum Triennial 2012, Nueva York, Estados Unidos. (Disponible)
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Somos el límite de las cosas
2011 Escultura Estructura de carrusel 450 x 550 cm (diámetro)
Las que no saben bien
Fotografía digital 110 x 90 cm (Disponible)
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Las que no saben bien
2010 Fotografía digital 110 x 90 cm (Disponible)
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Estás en todos lados
2010 Instalación Marcos de madera antiguos y usados Medidas variables
Estás en todos lados
2010-2019 Cama fragmentada Medidas variables (Disponible)
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Abstracción
2010 Escultura Hojas de espuma de poliestireno, espinas de árboles. 180 x 70 x 80cm (Disponible)
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El nombre de un país
2009 Árbol seco y almohadones. Vista de exhibición. (Disponible)
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Vengo del interior de las cosas, de la serie El nombre de un país
2009 Colchoneta, tierra, semillas y luz artificial. 70 x 180 x 60 cm (Disponible)
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MARIANA TELLERIA CV

Nací en Rufino, Santa Fe, Argentina en 1979. En 1998 me mudé a Rosario a estudiar Bellas Artes en la UNR.
Lo inesperado y todo aquello que produce información no siempre me sorprende afuera, la mayoría del tiempo lo encuentro dentro de mis búsquedas, mis trabajos anteriores y en el registro o memoria que sedimentan esas prácticas. El pasado también es realidad que puede volverse impredecible.
Mis ideas aparecen como formas o composiciones que se dan cuando se entrelazan distintas cosas que están, me interpelan y no reconozco de inmediato. Me pierdo, me llevo de mi propia mano y sigo ese camino, una especie de intuición, ADN personal o de proceso casi biológico de operar sobre el alrededor. Todo tiene una dimensión estética para ser explotada y algo puede estar ahí donde está una rama que se cayó en una tormenta, un auto abandonado después de un choque o una cortina que la mueve el viento. Hay una continuidad entre todas las cosas y que cada vez que decido y pienso una idea no hago más que reafirmar mi historia en este mundo y mi manera de registrar las cosas de este mundo.
Todo lo que hago es verdad. Yo no soy al hablar. Soy la cosa que hace, la mensajera de mi propio mensaje.

Exposiciones individuales

2021
La pesadilla del sol, Diego Obligado Galería de Arte, Rosario, Argentina

2018
Ficción primitiva. Ruth Benzacar Galería de Arte. Buenos Aires, Argentina.

2017
Las canchas de paddle, después los cibers y ahora yo. Curada por Alejo Ponce de León y Renato Fumero. Espacio Californio, Buenos Aires, Argentina.

2015
Tumba del soldado desconocido, Universidad Nacional de La Plata, Argentina.

2013
Los Ángeles, Galería Ruth Benzacar, Buenos Aires, Argentina.

2011
La mujer serruchada, Museo Diario La Capital. Rosario, Santa Fe, Argentina.
El mundo no existe, Galería Alberto Sendrós. Buenos Aires, Argentina.
Mortal Kombat, MAMBA, Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, Argentina.

2009 
El nombre de un país, Galería Alberto Sendrós. Buenos Aires, Argentina.

2007 
Último lugar, Museo de Arte Contemporáneo (MACRO) Rosario, Santa Fe, Argentina.

2006
Circo Chino, Katester, Espacio de Arte Contemporáneo. Rosario, Santa Fe, Argentina.

2004
Si a vos te pasa algo yo me mato, Subsecretaría de Cultura de la UNR. Rosario, Santa Fe, Argentina.

2003 
Mariana y Adrián, Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino. Rosario, Santa Fe, Argentina.

Exposiciones colectivas

2022
The End of the Imagination with Adrian Villa Rojas, Bass Museum, Miami.
Reunión. Ruth Benzacar Galería de Arte, Buenos Aires, Argentina.

2019
El nombre de un país, Pabellón Argentino, 58ª Bienal de Arte de Venecia

2018
Hogar, dulce hogar. Hábitos artísticos contemporáneos. MUNTREF Museo de Artes Visuales, Buenos Aires, Argentina.
Diagonal Sur 2. Arte Argentino Hoy. Centro Cultural Borges, Buenos Aires, Argentina.

2017
Dios es Inmigrante.  Proyecto para Bienal Sur, MUNTREF, Museo de la Inmigración, Buenos Aires, Argentina.
Témpano. El problema de lo institucional. Museo de Arte Contemporáneo de Montevideo, Uruguay.
Objeto móvil recomendado a las familias. Espacio de Arte Fundación OSDE, Buenos Aires, Argentina.

2016
U-TURN Project Rooms by Mercedes-Benz. Curado por Jacopo Crivelli Visconti. arteBA, Bs. As., Argentina.
Répétition, Fondation Boghossian, Villa Empain. Bruselas, Bélgica.
Diagonal Sur – Arte Argentino Hoy, Centro Cultural Borges. Buenos Aires, Argentina.

2015
Everything you are i am not: Latin American contemporary art from the Tiroche de León Collection. Glass Gallery, Mana Contemporary. Jersey, EEUU.
Máquina del tiempo lenta, Solo project in the section Zona MACO Sur curated by João Mourão and Luis Silva for Zona MACO. D.F., México.
Hacer con lo hecho, Arte y vida cotidiana en la escena argentina contemporánea, Museo Municipal de Arte Moderno. Cuenca, Ecuador.

2014
Horizontes de Deseo, Museo de Arte Contemporáneo de Mar del Plata. Buenos Aires, Argentina.
Soberanía del uso, Espacio de Arte Fundación OSDE. Buenos Aires, Argentina.
Ampliación, Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino. Rosario, Santa Fe, Argentina.
Some Artists’ Artists, Marian Goodman Gallery. Nueva York, EE.UU.
Beyond Magic, Galerie Xippas. Paris, Francia.
Bellos Jueves, Museo Nacional de Bellas Artes. Buenos Aires, Argentina.
Muerto que habla, “Solo”, curada por Rodrigo Moura, SP-arte. San Pablo, Brasil.

2013
Morir no es posible, Premio Braque, MUNTREF. Buenos Aires, Argentina.
El primer momento de la existencia de algo, Estadio River Plate. Buenos Aires, Argentina.
Ensayo de Situación II: Soy un pedazo de atmósfera, organizado por el Departamento de Arte de la UTDT. Buenos Aires, Argentina.
Queremos ver, Espacio Contemporáneo de Fundación Proa. Buenos Aires, Argentina.

2012
The Ungovernables, New Museum Triennial 2012. Nueva York, EE.UU.
Dios cree en mi, Zona MACO. México DF, México.
arteBA 2012. Stand Galería Alberto Sendrós. Buenos Aires, Argentina.
Allí, Allá, Plataforma Bogotá. Bogotá, Colombia.

2011
LXV Salón Nacional de Rosario, Museo Municipal de Bellas Artes. Rosario, Santa Fe, Argentina.
Arte de Santa Fe, Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino. Rosario, Santa Fe, Argentina.
arteBA 2011. Premio arteBA-Petrobras. Buenos Aires, Argentina.

2010 
arteBA 2010. Stand Galería Alberto Sendrós. Buenos Aires, Argentina.

2009 
Colectiva, Verano 2010, Galería Alberto Sendrós. Buenos Aires, Argentina.
Bienvenidos a la luna, Centro Cultural Parque de España, Rosario, santa Fe.

2008 
LXII Salón Nacional de Rosario, Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino. Rosario, Santa Fe, Argentina.
Concurso 50º Aniversario del Fondo Nacional de las Artes, Casa de la Cultura. Buenos Aires, Argentina.
Caprichos, disparates y desastres, Complejo Cultural Río Gallegos. Río Gallegos, Santa Cruz, Argentina.
arteBA 2008. Stand Club del Dibujo, Barrio Jóven. Buenos Aires, Argentina.
Mirada de artista, Centro Cultural Borges. Buenos Aires, Argentina.
700mil respiraciones, Galería Zavaleta Lab. Buenos Aires, Argentina.

2007 
Cultural Chandon Neuquén 2007, Museo Nacional de Bellas Artes de Neuquén. Argentina.
Salón 4 exposition 1.10 artistes. Quartier des Arts. Uzès, Francia.
10 invitaciones premeditadas y consentidas, Museo Diario La Capital. Rosario, Santa Fe, Argentina.

2006 
Curadurías Internas, Museo de Arte Contemporáneo (MACRO). Rosario, Santa Fe, Argentina.

2005
LIX Salón Nacional de Rosario, Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino. Rosario, Santa Fe, Argentina.
Cultural Chandon Tucumán 2005, Museo Provincial de Bellas Artes Timoteo Navarro. Tucumán, Argentina.

2004 
LVIII Salón Nacional de Rosario, Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino. Rosario, Santa Fe, Argentina.
Contemporary Argentinean Art, Melting Point Gallery. San Francisco, EE.UU.

2003 
LVII Salón Nacional de Rosario, Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino. Rosario, Santa Fe, Argentina.
Mariana y Adrián, Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino, Rosario, Santa Fe.

Premios

2011
2° Premio Adquisición del LXV Salón Nacional de Rosario. Argentina.
Seleccionada Premio arteBA- Petrobras de Artes Visuales.

2009
Beca para artistas del Fondo Nacional de las Artes. Argentina.

2007
Premio Mención del Público, Cultural Chandon Neuquén 2007, Museo Nacional de Bellas Artes de Neuquén. Argentina.
Beca Estímulo para Jóvenes Artistas del Nuevo Banco de Santa Fe. Argentina.
Clínica de Artes Visuales del Centro Cultural Ricardo Rojas. Buenos Aires, Argentina.

2006
Beca Estímulo para Jóvenes Artistas del Nuevo Banco de Santa Fe. Argentina.

Textos

Historia de los milagros. Alejo Ponce de León

I
Las intervenciones a cielo abierto de Mariana Telleria, como esquirlas filosas que se desprenden del viejo núcleo de lo conceptual, obviamente no son objetos modernos en sí mismas, sino que reflejan de manera crítica el propio ámbito donde suceden. Sirven para señalar que cada espacio está compuesto por una infinidad de relaciones y objetos en tensión, ellos sí algunas veces modernos: museos de arte, parques, universidades liberales, masas abstractas de opinión, molduras, aceras, mástiles, estadios, países, Dios, tachos de basura.

De hecho, la totalidad de la obra de esta artista que en alguna ocasión puso patas para arriba a la ciudad de Rosario conviene ser leída así: antes que como un cuerpo, como un espacio o un paisaje de obras. Un paisaje disímil, lleno de picos monumentales y de pequeñas matas; con lagos, huertas, templetes y depresiones. Un paisaje, como todos, integrado por elementos a simple vista irreconciliables pero que implican la existencia milagrosa de una unidad sensible y compleja.

En lugar de fractalizar, de ir hacia adentro en un sentido histológico, corresponde ver desde lejos a las distintas obras y acciones que componen este paisaje; verlo desde arriba, con el fin de concentrar en unos pocos puntos todas esas cosas que parecen estar separadas. Porque mientras uno más se acerca, las cosas más se desconectan; y, mientras uno más se aleja, como prueban las imágenes satelitales, las cosas tienden a juntarse.

Recomponer el vínculo entre la obra que Mariana Telleria programa y construye para la galería y la que produce para entornos social y espacialmente más intrincados parecería a priori una tarea insufrible. Pero si se fuerza esta óptica cenital, una que abarque todo el paisaje, objetos e intervenciones comienzan a rimar en un patrón poético singular.

II
El mundo material de Telleria, el que podemos ver por lo general en la galería, es un mundo de peligros, quebradizo, abandonado. La materia prima que suele emplear refiere directamente a ese riesgo: vidrios rotos, ramas, acero oxidado, imitaciones gigantes del esqueleto de un paraguas, parecidas a las sombrillas que vuelan por las avenidas costeras, entre los autos, elevadas por las ráfagas oceánicas que las hacen estrellarse contra los parabrisas.

Su obra objetual es la hermenéutica de este mundo desahuciado, donde los milagros no existen y donde los símbolos que encarnan aspectos constitutivos de la conciencia de Occidente (i.e., lo sagrado) comparten con los desechos y la herrumbre una misma jerarquía horizontal. Consigue, a través de su labor artística, que esos sentidos y signos de gran densidad histórica pasen a formar parte de un repositorio que los encuentra accesibles y manipulables: los convierte en objetos en sí mismos.

En ese doble tránsito, Telleria hace que lo sagrado sea material y lo material, de alguna forma, esté santificado. Un materialismo lírico que nunca va a renegar de su condición terrenal, pues está fundado en las cosas que existen. Con hielo, troncos, fusiles, con la idea de Dios, ahí sí hace aparecer lo que no está, en lo que podría entenderse como una exaltación lírica de la imposibilidad de trascender más allá de la materia, al mismo tiempo que una posibilidad hermosa de trascendencia a través de la poesía.

III
Su obra “pública”, la que se alza bajo el cielo, se rige en ocasiones por esta misma lógica. Pensemos, por ejemplo, en El primer momento de la existencia de algo, una acción performática que fue particularmente eficaz en el trabajo de proponer un mundo sin milagros, todo material. El sitio web de la galería que representa a la artista en Buenos Aires describe de manera lacónica esta performance:

2013, Performance.
9 hs. practicando el truco del mantel.
Estadio Monumental Club Atlético River Plate. Buenos Aires, Argentina.

En el marco de un ciclo de intervenciones promovido por la Universidad Torcuato Di Tella, Telleria se aventuró a negociar con la arquitectura circundante para saltearse las limitaciones del complejo universitario. Llegó así a la cancha de River, donde sus invitados esperaban, guiados por el designio industrialoide del arte contemporáneo, encontrarse con manifestaciones grandilocuentes y excesivas. Pero, en el más estricto de los sentidos, la obra fue eso mismo que apunta el sitio web y nada más: 9 horas en la vida de un performer invertidas en perfeccionar la técnica del “truco del mantel”, ese acto de ilusionismo en el que de un tirón se arrastra de una mesa un mantel sobre el que se posan diversos elementos de vajilla.

En su discurrir anodino, la obra resultaba anticlimática, una parodia de la repetición minimalista o, más bien, una parodia misma del arte contemporáneo, la expresión social que justificaba el hecho de estar ahí, en esa cancha semivacía, cerca del río, una noche de invierno particularmente helada. La pequeña mesa que el performer usaba para practicar se encontraba en un costado del campo de juego, no en el centro, desafiando la expectativa de protagonismo y espectacularidad. Ni hablar de que la mesa era apenas visible desde las tribunas, el ruido de la vajilla golpeando contra el césped se perdía en el abismo cilíndrico del estadio y si el truco salía o fallaba era indistinto para todos; no sonaba una chicharra si el performer tenía éxito, no pasaba nada. Pero, al mismo tiempo, un acto que es percibido como milagroso (una canción, una escultura, un truco de magia) da mil pasos en silencio y en secreto antes de aparecer. El primer momento de la existencia de algo refiere nada más que a eso, a la sucesión de fracasos y éxitos relativos, sin testigos, de un “algo” que luego se va a volver visible, perfecto; algo que va a ser considerado un milagro.

La indiferencia del mantel, de los platos al quebrarse, del performer al triunfar o fallar en sus intentos, la serialización despiadada del mismo movimiento una y otra vez independientemente del resultado de esa acción; no puede leerse la obra sino como una reflexión materialista sobre este mundo abandonado en el que la gente se inventa sus propios hechos milagrosos.

IV
La necesidad de incomodar al espectador desafiando la expectativa de lo que se suponía iba a ser una obra espectacular de arte contemporáneo deja en evidencia otro rasgo que comparte el paisaje general comprendido por los trabajos de esta artista. El punk, como los milagros, también es la ruptura drástica de un orden dado. En la obra de Telleria, es esa gestualidad desafiante, la misma de los vidrios rotos y de las espinas, del riesgo, de la inconveniencia.

Este nervio antagónico la hace desaparecer a ella misma y dispone que el cuerpo en riesgo sea el del espectador. La modernidad garantizaba continuidad en el hecho de poner una escultura en un parque. El arte “público” contemporáneo, y en particular el de Telleria, se aleja de esa tradición justamente al proponer una promesa disruptiva en lugar de garantizar la continuidad del orden social contenido en el espacio. El contexto, el público y la obra son siempre entes antagónicos entre sí, y Telleria se encarga de reforzar ese antagonismo. El punk, cuándo no, como un milagro, vuelve dignas sus intervenciones públicas frente a obras de otros artistas que se enuncian desde un lugar similar.

Como siguiendo el mandato de Werner Fenz, para quien el arte público “no debe adaptarse al sensacionalismo superficial, sino que debe vibrar al nivel de las relaciones sociales concretas”, las puestas de Telleria, sin ser didácticas, señalan una realidad del espacio y revelan, a través del antagonismo, la concatenación de operaciones sociales concretas que sostienen esos mismos espacios.

El así llamado conceptualismo sensible por lo general reniega del peligro, del enfrentamiento, y se enfoca en mostrar una hipotética dimensión emocional del objeto gracias a la mediación fuerte del artista. Como quedó explicitado en Las noches de los días –sin duda la intervención más memorable de Telleria en el espacio público, que consistió en cubrir con pintura negra el exterior del Museo Castagnino–, la subjetivación ocupó un lugar secundario con relación a la cascada de resonancia que terminó desatando un movimiento tan genérico (en términos de tradición artística) como cambiar algo de color.

La disrupción pública por parte de los artistas es en la Argentina una tradición errática, que tuvo sus primeros y fundamentales pasos en el arte de medios y en algunos experimentos del CAyC, para difuminarse casi de inmediato en acciones como las de García Uriburu o Marta Minujín, o enterrarse en la significación limitada de “lo político” de momentos como el siluetazo.

Aunque nombres como los de Minujín o Leandro Erlich parecieran estar ya inequívocamente vinculados al tipo de obra monumental que se levanta en el espacio público y se vuelve un nodo masivo de interacciones sociales y mediáticas, el de Telleria aún no. Y, aunque es una de las pocas personas artistas capaces de enfrentar ese tipo de proposición en el país, algo en la naturaleza de su método la retiene bajo la órbita más delicada de la poesía, de la ingenuidad adolescente, del punk. Cuando se vuelve pública, se posiciona mucho más cerca de la esencia controvertida del arte de medios que de Jorge Macchi o del hiperfinanciado Gabriel Orozco.

Naturalmente, la artista en cuestión no es miembro de un comité secreto orientado al diseño social, y por más desafiantes que puedan ser sus gestos, la reacción que ocasionó su intervención en el Museo Castagnino la debe de haber tomado por sorpresa. Podría decirse incluso que su decisión de vivir y trabajar en un centro metropolitano “secundario” como es Rosario la pone en una situación de mayor exposición. A diferencia de Claudia del Río, quien trabaja la noción de cultura litoraleña a partir de expresiones caseras del orden del dibujo o de acciones sociales como la pedagogía, la relación de Telleria con Rosario queda marcada, a partir del Castagnino, como una de provocación y desafío. Antifamiliar y molesta, es la versión más digna del conceptualismo lujoso que manejan por lo general las intervenciones de este tipo.

V
Como se mencionó anteriormente, la más notoria de sus interferencias en el paisaje público fue la que a simple vista resulta más impersonal, la que se basó en un recurso genérico de las mediaciones sesentistas de gran escala sobre escenarios naturales e institucionales. Sin embargo, retomando la visión satelital, vemos en el paisaje de su obra otros muchos objetos negros. La aparición insistente de este color –un punto de partida metafísico en la genealogía de lo negativo; la ausencia del reflejo de la luz, la podredumbre y la melancolía romántica, la tinta de las fotocopias, las tapas de los discos de Crass– es un patrimonio exclusivo de Telleria. El discurso del color, que en la Argentina suele estar monopolizado por los pintores, en ella encuentra un desvío liberador, en donde aparece, una vez más, la cosa en sí. La idea del color negro, la aplicación material del negro como idea, por fuera de la pintura, por fuera de la lógica de la luz y la sombra, por fuera de la armonía y de la composición. El verde de García Uriburu era un verde biológico, ecologicista, reactivo; el negro de Telleria, que vuelve una y otra vez, incluso en la galería cuando apaga las luces, tiene que ver no solo con su nervio confrontativo, sino con una estrategia de aparición para el color en sí, y para la cosa que el negro baña.

¿Qué es el Castagnino? Es el Castagnino. Algo que si se pinta de negro provoca escándalo, pero que al ser pintado de negro en realidad no cambia, y provoca escándalo justamente porque es el Castagnino. Para la gente que se indignó al verlo pintado de negro, el Castagnino encierra un sentido (institucional, histórico, arquitectónico) no transitivo e inalterable. Al mismo tiempo, para quienes no se indignaron al verlo pintado de negro, el Castagnino era nada más que el Castagnino, y cumplió con creces una de las funciones para las que fue diseñado, que sería, claro está, la de ser un lugar donde el arte aparece. Para esos que no se indignaron, la acción de Telleria fue algo natural, porque, ¿qué es un museo? Un lugar para el arte, eso que hacen los artistas.

Como acción a cielo abierto, y en particular a través del uso del negro, la artista consiguió reforzar la realidad del museo, señalarlo como una Kaaba capaz de licuar en un vórtice todo tipo de reflejos de lo social.

“Lo público”, entonces, y desde el Castagnino, quizá se vuelva otro elemento disponible en su repositorio de sentidos desacralizados. La experiencia indicó que lo público no solo puede ser atomizado y pluralizado (lo público es espacial, es un contingente de individuos, una figura legal, una noción, etc.), sino que además es algo que produce sentidos por sí mismo. Lo que hace, finalmente, Las noches de los días, además de señalar lo que está ahí, es establecer, a través de una disrupción violenta, la existencia de “lo público” en cuanto fuerza que construye activamente lo social. Cuando Telleria pinta de negro el museo, lo que se manifiesta, además del propio museo, es lo público en toda su complejidad contradictoria; en lo que una parte del público entiende que es el arte y lo que la otra parte nunca podrá entender.

VI
En El primer momento de algo se revelaba la dimensión material de un hecho que a la larga terminaríamos percibiendo como mágico, cerrado y autoconclusivo en su perfección: la creación de un acto. En Las noches de los días, más allá de la gestualidad punk que implicó una reacción (por lo general, de profundo disgusto) por parte de la sociedad rosarina, el Museo Castagnino fue pintado de negro para reponer su presencia ideal.

Del mismo modo, en 2015 hizo aparecer algo negro en el edificio de la presidencia de la Universidad de La Plata, recuperando una entidad simbólica preexistente para “desabstraerla”, para reclamar su forma y su sentido y hacerla reaparecer en plenitud mediante una ligera alteración.

La tumba del soldado desconocido es un sistema enunciativo que se reproduce en todos los Estados nación modernos. Es como un himno, como una bebida típica. La réplica exacta, pero negra y sin llama, de este hito funerario resguardado en realidad bajo las bóvedas de travertino del Monumento a la Bandera tiene mucho que ver con la duplicación digital, un recurso similar al de su obra Somos el límite de las cosas, en la que los restos prolijamente recortados de un barco dan la impresión de estar atravesando las paredes y el techo de la sala, como hundidos en el espacio mismo, un efecto que remite a la manipulación de modelos 3D en un entorno virtual. Al someter a la lógica del “copypasteo” y de la manipulación de valores cromáticos a estas unidades de densidad simbólica grave, Telleria las ubica, digamos, fuera de la guerra del tiempo, fuera del límite de su significación histórica y entregadas a nosotros como si fueran algo nuevo. Una especie de purga milagrosa de sentido que renueva todas las cosas.

VII
En estos pequeños desplazamientos del estilo de volver negro algo que originalmente era de otro color o replicar en geografías distantes un objeto que parecía inamovible, Telleria opera en más de un sentido: trabajando con elementos pesados y sobre unidades pesadas de sentido. La llama eterna de las tumbas de los soldados desconocidos alrededor del mundo se supone que sea eso, eterna, el recordatorio perpetuo de que una base sacrificial hizo posible la concreción de diversos sentidos (geográficos, identitarios, culturales, etc.). No solo Telleria replica el monumento y lo aliena de su función turístico-conmemorativa (lo entrega, en cambio, al tránsito elitista de una universidad), sino que apaga la llama, señala un potencial de finitud. Pinta de negro la fachada de un museo, que se suponía fuera de un color distinto, designado por alguna ley perdida; lleva a una arena espectacular un show minúsculo y deficiente; pinta con témperas, en el interior de un auto, un collage sincrético que reúne elementos de diversas y monumentales decoraciones de bóvedas, tanto de iglesias como de palacios seculares.

Teniendo en cuenta estos rasgos asociados a la falsificación y el desmantelamiento de nociones culturales, podría decirse que recurre a una versión oscura de la quadratura y la ilusión barrocas, quizá la referencia histórica más clara en el tipo de trabajos suyos que podrían definirse como públicos o monumentales.

Antes que ella, Magritte fue uno de los artistas que más tomó de las trampas pictóricas del barroco para darle forma a una línea de surrealismo particular, alejada de la sustancia más sórdida del subconsciente. Incluso en sus obras de galería, más idiosincrásicas y menos dependientes de su entorno, se percibe que la educación estética de Telleria parece provenir en parte de ese “surrealismo normal” que perfeccionó Magritte y que tuvo un impacto fuerte en el desarrollo del conceptualismo sensible.

La factura industrialista del arte contemporáneo sacó de la bidimensionalidad al surrealismo magritteano sin sacrificar prácticamente ninguno de sus rasgos: una imagen centrada, de alta definición, cerebral, accesible y de fuertes reminiscencias barrocas. Hablamos de un lenguaje visual que con extrema facilidad se vuelve familiar y maravilloso en detrimento de lo reprimido, de lo grotesco y lo perverso. Imágenes que, a pesar de enunciarse desde atrás del telón de la ilusión, se perciben concretas e inequívocas: el cielo de Magritte es el más celeste que hay.

Esa capacidad representativa fue la que le otorgaba a Magritte un margen para desmantelar el sentido detrás de las cosas, para volverlas sospechosas. En palabras de David Morgan, que pareciera en realidad estar hablando de Telleria, el surrealista logró

…desafiar el lugar común que indica que la representación (la pintura, las palabras) es a la realidad lo que la ventana es al mundo que puede verse a través de ella. Los símbolos no son transparentes, sino que son opacos; infinitamente vacíos […].
[Magritte] se propuso subvertir la postura tradicional de que las palabras representan a las cosas en una red ontológicamente estable y segura de signos y referentes, sugiriendo que los símbolos y las cosas son, en realidad, incongruentes. En su pintura, el lenguaje no es más que una membrana impermeable de pesadillas que nunca muestra a la realidad en sí, sino que sirve para mantener a la conciencia en un estado de tránsito permanente, perdida en la brecha oscura e indefinida entre significado y significante.[1]

Aunque no fuera el mejor de los pintores, este aspecto pulcro se volvió una cualidad definitoria de sus trabajos y se trasladó después al objeto conceptual contemporáneo. Pero a diferencia de Magritte, que podía generar estos cruces entre imagen, palabra, significado y significante gracias a las propiedades casi místicas de la pintura, las obras contemporáneas que tratan de hacer lo mismo suelen fracasar debido a su inescapable naturaleza de objetos culturales-industriales que operan desde un escenario institucional proclive a la espectacularidad.

A través, nuevamente, de la disrupción y la confrontación, Telleria responde con fidelidad a la imaginación magritteana, apegada a su visualidad concreta para cuestionar desde esa extraña claridad la naturaleza de los símbolos y desafiar, como un milagro político, la noción contemporánea de espectáculo vinculada al arte.

VIII
Entre monumentos negros y glaciares de vidrio roto, el paisaje general que conforman sus obras estaría coronado a lo lejos y en lo alto por una cruz gigantesca, parecida a las que instaló en 2017 en el Museo de la Inmigración. Su léxico conceptual se acerca muchas veces a pronunciar con éxito el trabalenguas eterno que es el nombre de Dios, de abordarlo desde su dimensión de fenómeno estético, primero, para llegar a una posibilidad de ver su realidad como objeto.

Las reliquias cristianas se expandieron por toda Europa a partir del siglo VIII, cuando un edicto dispuso que las iglesias nuevas debían tener bajo su custodia al menos el vestigio de un santo para poder ser debidamente consagradas. Se inició así una especie de tráfico de restos mortales, una lucha interclerical para conseguir los mejores huesos, el trozo de madera más sagrado, un prepucio seco, un codo, una esponja. La veneración de estos despojos materiales del mundo, embebidos en un aura mística, debía hacerse con cuidado: los fieles los miraban con respeto, porque tenían miedo de adorar a la criatura antes que al creador.

Si la Iglesia capitalizaba políticamente estas transgresiones milagrosas, estos elementos sucios pero divinos, para demostrar que estaba en contacto con la verdadera fuerza que sostenía al universo, ¿qué tipo de mensaje entregan los museos e instituciones que garantizan la aparición milagrosa de la obra de arte? ¿Qué tipo de fe trafica el arte contemporáneo? ¿Con qué propósito?

El paisaje de Telleria sobrevuela estas preguntas como un jardín colgante, elevado. Es un paisaje que está lleno de estas mismas reliquias sagradas, de espinas, tuercas y cruces, pero que no distingue la criatura del creador. De alguna forma hace que el creador y sus creaciones (el obrero y su producción, la masa y sus opiniones, el hombre y el dios que se ha inventado) se superpongan para abrirle paso al único milagro, que son el mundo y las cosas. Su paisaje se dispone como un espejo que vuela por encima del mundo, flotando sobre las obras de ingeniería, las ciudades, el arte y los mitos. En ese espejo, el mundo, con todo lo que tiene adentro, se refleja desde abajo y se puede ver a sí mismo como algo nuevo.

[1] Morgan, David. Visual Piety: A History and Theory of Popular Religious Images, California, University of California Press, 1999, p. 147.

A History of Miracles. Alejo Ponce de León

I
As explosive payloads carried by the old missile of the Conceptual, Mariana Telleria’s open-air interventions are not modern objects by themselves, but rather a critical reflection of the environment in which they take place. They point out that every space is conformed by an infinite number of relationships and objects, intertwined in tension, and that they might indeed be modern: art museums, liberal universities, abstract masses of opinion, sidewalks, moldings, the masts of a sailing vessel, stadiums, countries, God and trash cans.

In fact, the sum of artworks by this occasionally provocative artist is better read as a landscape rather than as a body. An irregular landscape, shaped by monumental peaks as well as by little, dry bushes; a view with lakes, orchards, temples and geographical depressions. A landscape as any other, waved together by seemingly irreconcilable components that actually project a miraculous, complex unity.

Instead of fractalizing, of going inwards on a histological sense, one should try a satellite approach when looking over this landscape in order to reunite on one limited area every scattered fragment. The closer you get to the thing, the more it breaks up; but as spaceborne photography proves, the further you get the more everything comes together.

To fix the link between Telleria’s gallery works and those that she developed for more challenging (both socially and spatially) environments seems to be an unbearable task. But if you try this aerial analysis, this whole-picture attitude, both objects and open-air interventions begin to resonate on a very singular poetic pattern.

II
Her material world, the one of which we can catch a glimpse on the gallery, is a world of dangers, brittle, razor-sharp and hopeless. The raw matter she employs refers directly to that underlying hazard: broken glass, dehydrated tree branches, assorted pieces of rusty metal; giant-sized replicas of the inner structure of parasols that look just as the deranged umbrellas that fly along the coastal avenues, between the cars, elevated by some oceanic gust that violently deposits them through windshields or skulls.

These objects conform a hermeneutics of our dissolute world, where miracles don’t exist and every symbol that stands for a constitutive aspect of the Western consciousness (i.e., the Sacred) becomes debris as well. Through her labour, Telleria devises a kind of horizontal hierarchy in which elements of deep historic and symbolic substance share their status with corroded and ordinary things. A repository of meanings where everything, no matter how abstract or revered, becomes accessible and manageable. She turns ideas into things.

This double transit imbues a sacred quality onto the material and, in turn, materializes the sacred. Hers is a type of lyrical materialism that cannot cop out of its own earthly condition as it is based mainly on existent things. With the avail of ice, wood, rifles and the idea of God, she attains to project a vision of what’s not actually there, an action that could be interpreted as a lyrical exaltation of the impossibility to transcend beyond matter and, at the same time, a beautiful chance of transcending via the poetic.

III
Her “public” works, those that rise up under the skies, are sometimes governed by this same logic. For example, let’s think about El primer momento de la existencia de algo [literally, The First Moment of the Existence of Something], a performatic action that turned out to be particularly effective when pointing out the existence of an entirely material world, devoid of miracles. The website of the art gallery that represents Telleria in Buenos Aires describes this piece in a rather laconic and apathetic way:

2013, Performance.
9 hours practicing the tablecloth trick.
Monumental Stadium, Club Atlético River Plate. Buenos Aires, Argentina.

Invited to take part in a series of interventions arranged by the Universidad Torcuato Di Tella, the artist ventured to negotiate with the surrounding scenery, determined to circumvent the campus’ architectural and institutional limitations. That’s how she landed on River Plate Stadium, where her guests patiently awaited for contemporary art’s industrial visage to reveal itself along some grandiloquent and excessive artworks. But, as a matter of fact, the performance was nothing else but what her gallery website described: 9 hours in the life of a performer invested in polishing the “tablecloth trick,” a classic act that consists in whipping a cloth off a table without spilling anything nor breaking any piece of tableware.

Its tedious and insipid buildup was essential to the piece’s anticlimactic nature, just a cruel spoof of minimalist repetition or, more likely, a spoof of contemporary art itself, the social expression that justified the presence of all those people on a deserted soccer stadium on a particularly cold winter night, just by the river. The table the performer used was placed not in the center of the field but over the side, defying every expectation of prominence and spectacularity. It was barely visible from the stands, and the sound of the glasses and plates bumping into the ground dissolved itself within the stadium’s cylindrical emptiness. If the act turned out successful or not, no one cared: there was no buzzer to indicate the achievement, the action would continue just as disinterested and dispassionate as it began. But, at the same time, every act that’s perceived as miraculous (a spontaneous riot, a song, a sculpture, a magic trick), walks a thousand silent and secret steps before erupting. “The first moment of the existence of something” refers precisely to that, to the succession of unwitnessed accomplishments and defeats that sculpt “something” into its public, perfect existence; something that will be considered a miracle.

The indifference of the tablecloth, of the broken plates, of the performer when pulling off the trick; the ruthless serialization of the same movement over and over, independently of that action’s final result; there’s no way of making sense of this artwork without thinking of it as a materialistic meditation on this neglected world, in which people assemble their own miracles.

IV
The need for making her own spectators uncomfortable, challenging the assumption of what was supposed to be a spectacular contemporary piece of art, uncovers another feature of this landscape concocted by Telleria’s pieces. Punk, as miracles, is also the drastic interruption of a certain given order. In all of her works she returns to punk’s aggravating gesture, which is also reflected by the broken glasses and thorns that she employs, by the risk, by the inconvenience.

This antagonistic nerve somehow makes her disappear in relation to the objet d’art and instead puts the spectator’s body on a central, risky position. Modernism was all about the continuity that implied setting up a sculpture on a public park. Contemporary “public” art, and particularly the one made by Telleria, walks away from this modernist conception as it proposes a disruption instead of favoring the smooth relationship between space and social order. The context, the audience and the artwork are three antagonistic entities, and Telleria fleshes out that correlation. It is indeed the punk gesture the thing that, acting like a miracle, separates her interventions from other artworks that enunciate themselves from a similar standpoint.

As if following Werner Fenz’ directive that art “must not adapt itself in the sense of superficial sensationalism, but rather at the level of concrete social relations,” Telleria’s stagings, while not being a thing of didacticism, they undoubtedly indicate a certain reality of space and reveal, through antagonistic action, the interlocking of concrete social operations that lie beneath that space.

The so-called “conceptualismo sensible”[1] usually rejects danger and confrontation in order to prove the existence of a hypothetical emotional dimension of the object by virtue of the artist’s strong subjective mediation. As it was determined by La noche de los días [The Night of Days]—arguably Telleria’s most memorable public intervention, when she coated in black paint the Museo Castagnino–, subjectivity remained a second degree issue if put against the violent cascade of reactions that such a generic operation as changing something’s colour ended up inspiring in the public.

Public turmoil instigated by artists is in Argentina an inconsistent tradition, that took its first and fundamental steps thanks to the mass media works by the likes of Roberto Jacoby and the CAyC experiments. After that, its disruptive dynamism was attenuated by the suitable-for-all-audiences interventions of García Uriburu and Marta Minujín or buried itself below the restricted implications of the “political” in actions such as the siluetazo.[2] And while names such as Minujín’s or Leandro Erlich’s seem to be distinctly associated with the kind of massive public artwork that serves as a redistribution point for social and media interactions, Telleria’s own name managed to be left out of this checklist. Though she is one of the few Argentinian artists capable of taking up these kind of challenges, something on her method’s nature withholds her in the more delicate orbit of poetry, of teenage naivete, of punk. When she becomes public, she’s closer to the controversial and daring essence of the mass media works of the 1960s rather than to the hyperfinanced Gabriel Orozco or Jorge Macchi.

As it is obvious, Telleria is not a part of a secret committee oriented to social design, and however challenging her actions might be, the uproar that her intervention over the museum ended up conjuring most likely took her by surprise. It could be argued that her decision of working and living on a “subordinate” metropolitan center such as the city of Rosario leaves her all the more exposed. Unlike Claudia del Río, whose approach to the riverine culture is based on domestic and delicate expressions such as drawing and direct social action through art pedagogy, Telleria’s exchange with Rosario is defined by affront and confrontation. Unfamiliar and irritating, hers is the more dignified version of the luxury conceptualism that takes over public spaces all around the world.

V
As it was already mentioned, the most memorable of her interventions was in fact the most impersonal, the one that was based on a generic resource well developed by the mid-1970s big scale mediations over natural and institutional scenarios. Nonetheless, if we resume our aerial scrutiny, we can spot on her landscape of work a few other black objects. The persistent presence of this color—a metaphysical starting point for a genealogy of the negative, the absence of light reflection, Romanticism’s decay and melancholy, the solid ink of xeroxed images, Crass’ album covers—is almost an exclusive trait of hers. As discourse around colour is an asset historically monopolized by artists dedicated to painting, in Telleria’s work it finds a liberating detour that’s used to reveal, once more, the thing itself. It is the idea of black the thing she exercises, the material application of black as an idea, outside of harmony and composition, outside of the light/darkness dichotomy. García Uriburu’s green was a biological, ecologist, reactive one; the black of Telleria, persistent even in the gallery when she turns out the lights, has to do not only with her confrontational standpoint but also with a strategy for the apparition of colour itself and for the thing that the black envelopes.

What’s the Museo Castagnino? It’s the Museo Castagnino, something that gets painted black and spurs a scandal. But for it being painted actually doesn’t change a thing, because if the black paint would actually change the museum on an ontological scale, there’d be no scandal at all, because the thing itself would have changed allowing more successive changes. For the people that was shocked by the black museum, the Castagnino encloses an intransitive sense that’s institutional, historical and architectural. At the same time, there was a lot of people in Rosario that took the museum’s transformation as something entirely natural and consequential, as that action allowed art to appear, which is the main function of any museum. For those who didn’t get caught in the vortex of indignation, La noche de los días was something completely logical, because what’s a museum if not a place for art, for that thing that artists do?

As an open-air intervention, and specifically through the use of black, the artist bolstered the museum’s reality, pointed it out as a Kaaba capable to process all kinds of derivatives of the social realm.

So maybe the public thing itself, after the black museum affaire, will become another element on Telleria’s repository of desacralized elements. The experience indicated that “the public” is not only something that can be atomized and pluralized (the public is spatial, is a group of individuals, is a legal figure, is a notion, etc.) but also it produces concepts by itself. What La noche de los días managed to achieve, besides revealing what was already there, was to establish through violent disruption, the existence of “the public” as a force that actively builds up the social. When she paints the museum black, what appears before our eyes, besides the museum itself, is the public thing in all its contradictory complexity.

VI
In El primer momento de la existencia de algo there was a disclosure of sorts of an event that in the long term would be perceived as magical and self-contained in its own perfection: it was the creation process of an act of illusion. In Las noches de los días, besides the punk nod that caused a significant part of Rosario’s population to convulse in disgust, the museum was painted to replenish its ideal presence.

By 2015 she precipitated the apparition of another black thing on the rectorship building of the Universidad de La Plata, claiming for herself a preexistent symbolic entity in order to de-abstract it and by some means reestablish its form and its significance.

The Tomb of the Unknown Soldier is a system of enunciation present on almost every modern state-nation on earth. It’s like an anthem, like a typical dish. The exact replica of the Argentinian Unknown Soldier’s Tomb—but fully black and without its flame—that Telleria planted on the city of La Plata has everything to do with digital duplication, a recourse she had already employed on her work Somos el límite de las cosas [We Are the Limit of Things], consisting of a galleon “clipping” through the Mar del Plata museum room in which it was mounted, with its masts and decks traversing the walls as if it were a weightless 3D model on a virtual environment. When submitting these objects packed with a highly symbolic density to a copy-paste logic, Telleria situates them outside the time war, outside the limit of their own historical significance as she returns them to us as if they were brand new. A kind of miraculous purge that restores everything to a blank state.

VII
It is within these small displacements such as turning something black or replicating on a faraway spot a seemingly unmovable object that Telleria operates in more than one way: she works with heavy things as well as with heavy unities of significance. The eternal flame of every unknown soldier tomb is supposed to be just that, eternal, a perpetual reminder of the sacrificial mass that allowed the concretion of certain geographical and cultural notions. Telleria not only duplicates the monument in order to estrange it from its touristic-commemorative function but also puts out its flame, pointing out a potential for finitude. She turns black the outside of a museum that was supposed to be white, as specified by some lost provincial legislation; she brings to a spectacular arena a rather deficient and unimportant show; she paints, entirely in gouache and inside of a car, a kind of syncretic collage assembled from parts of monumental decorations of vaults found in both churches and secular palaces.

Taking due account of these features, that can be easily associated with simulacra and with the dismantling of cultural concepts, it could be argued that she resorts to a highly distinctive form of the Baroque quadratura and its illusion, maybe the one true unavoidable reference on her big-scale interventions.

Before her, it was Magritte one of the artists that most copiously took from the Baroque’s pictorial devices in order to shape his own breed of surrealism, one that retreated from the more sordid aspects of the subconscious mind. Even in her works for the gallery—more autonomous and less dependent of their surroundings—it’s easy to figure out that Telleria’s aesthetic origins are deeply rooted on the “normal surrealism” that Magritte cultivated and had a posterior impact on the developing of the conceptualismo sensible as well.

The industrial physiognomy of massive contemporary artworks displaced Magritte’s surrealism from its bidimensionality without sacrificing any of its major aspects: centered, high-definition images that are both cerebral and accessible as well as hugely reminiscent of Baroque illusionism. This is a visual language that very quickly becomes familiar and astounding at the expense of the usual topics of the repressed, the grotesque and the perverse. These are images that, despite being projected from behind the curtains of illusion, are absolutely concrete and unequivocal: Magritte’s skies are the bluest in existence.

That virtuosity in representational matters was what granted Magritte a wide enough margin to dismantle the meaning behind things and cast a shadow of doubt over them. As David Morgan puts it (he talks about the Belgian surrealist but could actually be saying the exact same things about Telleria):

Magritte challenged the common pace that representation (painting, words) is to reality as the windows is to the world outside it. Signs are not transparent, but opaque -or as infinitely empty as the black void between the image’s window panes.

The Belgian surrealist sought to subvert the traditional view that words represent objects in a stable, ontologically secure network of signs and referents. Magritte’s images threaten the viewer with an abyss of meaning, suggesting that signs and things are incongruous. Language is an impermeable membrane of nightmares that never delivers one to reality per se, but keeps consciousness in transit, lost in the indefinite, dark gap between signifier and signified. In Magritte’s paradoxes no meaning can bridge the rift to bring sign and referent together.[3]

Even though he was not the fittest of painters, that neat, sleek aspect of his works transitioned to the contemporary conceptual object. But unlike Magritte, who did boost this crossover between image, word, signifier and signified thanks to the almost mystical properties of painting, contemporary artworks usually fail when addressing this same issue, due to their inescapable condition of cultural-industrial objects that perform straight from an institutional scenery prone to spectacularity.

Once again through confrontation, Telleria reports to Magrittean duty as close as she is to his concrete visuality, taking advantage of its sharpness to question the nature of symbols and to challenge, as a political miracle, the contemporary notions of art and spectacle.

VIII
Amidst black monuments and broken glass glaciers, the general landscape composed by her works would be crowned by a gigantic cross, not unlike the ones she installed in 2017 at the Museo de la Inmigración. Her conceptual lexicon sometimes gets her close to successfully pronouncing that eternal tongue twister that is the name of God, as she addresses it first as an aesthetic phenomena and then

Christian relics disseminated through Europe during the 8th century, when it was established that every new church needed to have under its custody at least one of these sacred vestiges in order to be properly consecrated. Thus began a traffic of mortal remains, an interclerical struggle to get the best bones, the holiest piece of wood, a dehydrated foreskin, an elbow, a sponge. The veneration of these material spoils of the world, soaked up in a mystical aura, had to be done very cautiously: believers looked at them from a certain distance, as they were afraid of worshipping the creature instead of the Creator.

If the Church had the ability to capitalize these miraculous transgressions of the biological for political profit, in order to prove that it was really in touch with the primordial force that set the universe in motion, what kind of message do museums and institutions convey as they guarantee the apparition of an artwork through their commission systems? What kind of faith does contemporary art traffic? With what purpose?

Telleria’s landscape flies overhead these questions as a hanging, elevated garden. It’s on itself a landscape such as the one we inhabit, filled with the same perils, sacred relics, thorns, nuts and screws, but its laws stipulate that there’ll be no distinction between creator and creature. Somehow she makes the maker and the thing made (the worker and its production, the public mass and its opinions, men, women and the God they invented for themselves) to overlap, making way for the only actual miracle: the world and its things. What’s flying above the ground as a mirror its her own world and not us; a mirror reflecting works of engineering, cities, art and myths. It’s in that mirror that the world, with everything that’s contained within its boundaries, reflects from below and sees itself as something brand new.

[1] The “conceptualismo sensible,” or Sensitive Conceptualism, is a branch of Conceptual Art that flowered in Latin America all through the 1990s. It applies a range of typical conceptual mechanisms to process the “intimate and subjective experience of the artist.” Its usual topics include love, music, death and loneliness. Jorge Macchi and Gabriel Orozco are preeminent examples of this tendency.
[2] The siluetazo was a seminal public art intervention that took place during the concluding months of the military dictatorship that ruled Argentina from 1976 to 1983. Coordinated by a group of artists, students and militants, it consisted of drawing full-scale human silhouettes and placing them around the Plaza de Mayo in Buenos Aires to invoke the presence of the 30,000 people that were abducted and made disappear by the military forces.
[3] Morgan, David, Visual Piety: A History and Theory of Popular Religious Images, California, University of California Press, 1999, p. 147.

Un país posible. Claudio Iglesias

En un país de cuyos árboles brotaran almohadones, las sillas no tendrían asiento; el alpiste se cultivaría en flotadores; las hojas de los balances de contabilidad se descascararían y las mujeres usarían sombreros hechos con ramas. Sobre estos condicionales contrafácticos se recortan los objetos, las pinturas y las fotografías que integran El nombre de un país, la muestra de Mariana Telleria en la galería Alberto Sendrós. Agotando el espectro que va de la intervención y el objeto encontrado al batik y la artesanía, el conjunto de las piezas muestra una gran variedad de métodos y procedimientos artísticos puestos en función de interrogantes profundos, como la significación cultural de las cosas cotidianas, las posibilidades de uso que ofrecen las formas y el modo en que toda civilización (incluso las imaginarias) se define por un abordaje particular de las relaciones entre naturaleza y construcción, capaces de manifestarse en terrenos tan disímiles como la metafísica, la cosmogonía y la moda.

Ya desde su título, El nombre de un país nos invita a imaginar el paisaje, las costumbres y los ritos de un país posible, tal como podemos sospecharlo a partir de los indicios que ofrece una vitrina con utensilios, una colección de platos de barro o la indumentaria fantasiosa que puede verse en una sucinta serie de retratos fotográficos. El enfoque antropológico es simultáneamente un enfoque ambiental: lo que llama la atención de la artista es el modo en que la cultura humana involucra la acción sobre la naturaleza.

La disposición de las piezas en el espacio subraya esta temática: la sala de la entrada de la galería fue ocupada íntegramente por un considerable trozo de árbol, que se ramifica en dirección al fondo. La sala principal, del mismo largo, aloja un conjunto de piezas en cuyo centro se ve un juego de mesa y sillas de madera, de fabricación industrial. El contraste conceptual entre el árbol y el mueble instala la problemática de las relaciones con la naturaleza, que el resto de los objetos explora en detalle. Curiosamente, la mesa montada implicó menos operaciones de parte de la artista y su equipo que la instalación del árbol caído, que fue trozado, luego reensamblado e intervenido. Una de las ramas atraviesa la arcada y penetra en la otra sala. De ella pende una hamaca, que soporta un conjunto de ladrillos, pretendidamente de concreto. Forma elemental de la sinergia entre la construcción y el mundo natural, la hamaca representa una idea que hubiera gustado a Frank Lloyd Wright: que entre la naturaleza y la construcción solo hay una rama de distancia; que se debe construir (y vivir) con lo que hay a disposición.

Mariana Telleria nació en 1979 en Rosario, ciudad en la que vive y de cuya escena participa activamente desde hace algunos años. El nombre de un país es su primera muestra en Buenos Aires, y marca una consolidación en sus intereses artísticos, pero también un cierto giro en su lenguaje. En 2007, Telleria propuso una escultura para la explanada del Macro: Último lugar, un auto abandonado (y en parte desguazado) fue ocupado por abundante vegetación de fantasía y una pandilla de gatos de cerámica. El reciclaje de un desecho de la civilización industrial por parte de una comunidad no humana era el tema central de la pieza, realizada en un estilo visual impactante, muy pegado a las pautas formales de lo que la prensa británica llamó “nueva escultura”: obras de tamaño notorio (como las de Folkert de Jong o Allison Smith) que desarrollan íconos simples en escenas fantasiosas, muy coloridas y ambiciosas en su producción. El nombre de un país abandona esta modalidad fastuosa y se encarama en un lenguaje casi privado de elaboración, sintético en su presentación de objetos encontrados o mínimamente intervenidos: dos sillas unidas por una banda elástica, libros abiertos por la mitad a modo de estantería, hojas cuadriculadas plegadas, elementos discretos, seriados, archivados en vitrinas. Desde un punto de vista técnico, esta forma de trabajar el objeto se pone automáticamente en línea con los desarrollos del “conceptualismo sensible” de artistas como Gabriel Orozco o Jorge Macchi: una poética que, amén de sus distintos matices, confía en reunir el máximo grado de familiaridad con el mínimo de acción por parte del artista, capaz de convertir un elemento de la vida corriente en un verdadero “objeto anómalo”.

Esta tendencia internacional tuvo y tiene seguidores y detractores por doquier, que coinciden sin embargo en algunos lineamientos básicos: la primera persona del artista como horizonte de sentido de la obra, el epigramatismo formal, las intersecciones sugerentes entre elementos normalmente aislados y un sentido literario muy asociado a Borges o sus secuelas, elaborado en piezas sencillas, presentadas de un modo aséptico. Un discurso emocional, pero también frío (basta con pensar en Félix González-Torres), personal y a la vez aséptico, nunca reacio a las operaciones sencillas como el corte o el acoplamiento de dos objetos. El nombre de un país retoma este lenguaje (y las citas de Orozco, Macchi o Meireles son ciertamente profusas), pero lo utiliza para decir otras cosas. Pues los objetos que integran la muestra ya no hablan solamente del yo del artista, sino también de las posibilidades de una cultura. No apuntan a una experiencia vivida, sino a un conjunto de formas capaces de fabricar la trama del mundo.

Las piezas que llevan al extremo esta expansión de horizontes son las vitrinas y los platos de barro: objetos con una ambigua carga de información etnográfica, que no refieren a un pueblo nativo en particular, pero proponen una interrelación entre construcción, naturaleza y cosmogonía que resulta característica de muchas filosofías indígenas. El papel (otro derivado de la cadena de símbolos que se inicia con el árbol) aparece exhibido como un elemento vivo al tiempo que fabricado, mientras las hojas de otoño picadas incluyen en su composición rectángulos de cartulina marrón. El repertorio de piezas incluye agujas de tejer decoradas, carteras y prendedores, entre muchos otros objetos de identidad reconocible y morfología inédita.

Las fotografías llevan el mismo tópico al terreno de la indumentaria y subrayan el protagonismo femenino en la “cultura” que las piezas permiten leer o imaginar: en una de ellas vemos a una mujer que lleva un collar hecho con monedas y alambres, lo suficientemente amplio como para remplazar las funciones de una remera o un top. En la otra, la modelo muestra un sombrero lleno de adornos vegetales y ramas. La complementación entre la fotografía contemporánea inspirada en la moda y el retrato etnográfico tradicional es evidente en la toma frontal, en la centralidad del ornamento y en la actitud informativa de las imágenes. Una tercera pieza de la serie (que no formó parte de la exhibición) presenta una pollera hecha de plumas de pavo de color verde. Junto al mobiliario y la artesanía, la indumentaria aparece como otro ámbito de fabricación mutua entre lo natural y lo constructivo. La acción siempre es mínima, y su denominador común no alude al corte (sinónimo de la frialdad y la abstracción analítica en el léxico neoconceptual), sino al entrelazamiento: enhebrar, atar, tejer, enredar, anudar, son verbos frecuentes en el vocabulario de Telleria, y permiten ver una orientación hacia la cultura femenina, entendida como un ámbito en el que la relación con lo natural puede resignificarse. (Hay que recordar que otra de las impulsoras del arte neoconceptual mexicano, Silvia Gruner, hizo hincapié en numerosos momentos en la relación entre el feminismo y la problemática cultural autóctona).

Los cruces que Telleria propone entre cultura, naturaleza y género no se limitan a una suerte de “ecofeminismo indígena” que, aunque legítimo e interesante, podría resultar artificial en un momento en el que los laboratorios de estudios culturales de las universidades estadounidenses se afanan en promover las mezclas etnográficas más explosivas, en una especie de búsqueda del santo grial de la subalternidad. Es verdad que en la reactivación de la imaginería indigenista converge una valoración del arte latinoamericano (mexicano y brasileño, sobre todo) como opción frente a la lingua franca del arte británico, pero lo importante es el camino que Telleria propone para el discurso que hasta hace no tanto se refería como la variante sensible, intimista e incluso apolítica del conceptualismo contemporáneo. El nombre de un país nos sitúa en un mapa en el que estas catalogaciones pierden vigencia frente a la potencia de íconos que ya no tienen la mera cualidad de ser cotidianos, sino que además son culturalmente conflictivos: la innovación en formas de cultivo, el impacto ambiental de los bienes de consumo o la sustentabilidad de la industria no son problemas que los artistas contemporáneos hayan traído a la agenda pública, más bien parece estar ocurriendo lo inverso. En los trabajos de Telleria, la artesanía (“las manos son la mejor tecnología”, dice en un texto) involucra metáforas ligadas al reciclaje y al uso de los recursos naturales, y no ya la mala palabra que representaba para el conceptualismo académico. Los debates contemporáneos no cumplen en su obra el rol ajeno y distante que las noticias policiales tenían en ciertas piezas de Jorge Macchi. La sensibilidad asume un papel mundano frente a una serie de problemáticas irresueltas, y la visión de la naturaleza oscila entre la nostalgia y la utopía. De momento, El nombre de un país nos hace volver a casa con algunas sospechas y algunos cuestionamientos: la emoción no implica necesariamente ensimismamiento, y las operaciones más conocidas del neoconceptualismo ya no son sinónimo de introspección estética. También pueden significar una apertura hacia el exterior, sus problemas y sus símbolos. Quizá, como dice la canción de MGMT, es que la juventud está empezando a cambiar.

Este texto fue publicado originalmente en Página/12, Radar, 2 de agosto de 2009.

Parecería mentira que una artista, en tan solo dos exhibiciones, logre destrabar los intríngulis más esquivos del arte de su generación apelando únicamente a la económica idea de un Dios lejano y receloso de sus criaturas. Pero es verdad: eso es lo que hizo Mariana Telleria con sus dos principales muestras en Buenos Aires. La tarea le llevó, poco más o menos, diez años. Es decir, muy poco tiempo.

A poco de cumplir una década de su primera exhibición en la ciudad (El nombre de un país, en la galería Alberto Sendrós, había inaugurado en 2009), presentó en 2018 Ficción primitiva en Ruth Benzacar.

Sin que haya mediado un proyecto explícito de su parte (ya que una de las virtudes de Telleria es la impaciencia con respecto a los resultados, los medios y, en general, el despliegue de sus ideas), las dos muestras de 2009 y 2018 forman un díptico intertemporal cuyo personaje principal es una figura que nunca se da por entero y que reviste significaciones distintas: el árbol, que puede ser casa, herramienta, orden o deseo inalcanzable.

Sería afirmar un lugar común decir que, para la camada de artistas neoconceptuales, el objeto encontrado se convirtió gradualmente en el sustrato de una conexión lógica, tanto más omniabarcadora cuanto más ínfima su realización material. Pero Telleria, luego de incurrir en este lenguaje con su exposición de 2009, decidió que no le alcanzaba y se propuso llevar sus ocurrencias a un terreno de realización y a una escala indómitos, proclives al azar, el sobreesfuerzo y el colapso.

La catástrofe y la erosión del sentido entendidas como dos preocupaciones constructivas primarias, capaces de desensamblar cualquier género, lenguaje o discurso (incluido el del neoconceptualismo). Y es ése el único tema respecto del cual el tamaño importa: la erosión, la pérdida, el duelo (a gran escala). Para entender la distancia creciente entre las obras de Telleria y los límites de este lenguaje, hay que tomarse literalmente un concepto acuñado por Villar Rojas: carne emocional.

Esta carne emocional no tiene tanto que ver con el sentimentalismo de este o aquel tema, sino con el arco de definir sus preocupaciones artísticas mediante una pregunta sobre cómo la materia es capaz de sufrir el tiempo (¿no es otra cosa la carne: materia que sufre el tiempo?) de una forma autoperceptiva, sintiente.

Con el paso de los años Telleria fue experimentando de qué forma esta dimensión-carne, el tiempo, era capaz de arruinar los postulados más seguros de la relación lógica entre objetos aislados de la que el arte neoconceptual hace gala. Por eso no abandonó del todo el lenguaje neoconceptual, sino que fue enturbiándolo, hasta perderlo entre sus dedos.

Y es que en el neoconceptualismo los objetos tienen una denotación fija, inmutable, y desprovista de accidentes casuales. Es esa fijeza de la trama de los nombres y las cosas lo que permite vaciarlos de sentido al absorberlos (agotarlos) en sus relaciones formales con otros objetos.

Telleria, en cambio, emplea objetos más transitivos, donde el significado es fluido, como si quisiera decir un nombre y no llegara a pronunciarlo del todo bien, pero fuera formándoselo en la boca al intentarlo. En sus piezas el lenguaje neoconceptual se obstina en el colapso y el fracaso, gracias a los cuales el objeto vuelve a la vida como cosa terrenal, destituido de su rol como signo vacío, pero encarnado transitoriamente en la tierra, revelado como carne en ausencia de un nombre fijo.

Dos etapas de este vía crucis del objeto como portador del tiempo son su trabajo para Ensayo de situación II. Soy un pedazo de atmósfera (una performance realizada en el estadio Monumental de Buenos Aires en 2013, con curaduría de Sonia Becce) y Las canchas de paddle, después los cíbers y ahora yo, su última exhibición porteña previa a Ficción primitiva, en el ciclo de exhibiciones con curaduría de Titularidad No Informada.

Para Ensayo de situación II Telleria contrató a un performer cuya tarea era retirar de un golpe el mantel de una mesa puesta (con sus platos, vasos, etc.), dejando los objetos sobre la mesa tal como estaban arriba del mantel. O, en caso de fallar, intentarlo de nuevo. Lo que hubiera sido una perfecta obra de la escuela neoconceptual (una mesa sobre la que ocurre algo más o menos raro, susceptible de ser reconsiderado, entre un par de objetos triviales) se convirtió en el testimonio infinitesimal de la perfecta obra de Mariana Telleria, cuyo horizonte de realización es el fracaso de toda intención puramente formal o, dicho de otro modo, su encarnación siempre terrena, fértil pero transitoria.

La muestra bajo dirección de Titularidad No Informada de alguna manera invertía el tránsito, al plasmar una escena fija y luego dejarla colapsar gracias solamente a la acción del tiempo.

Un conjunto de bodoques de hielo separaba entre sí una serie de grandes paños de vidrio rotos y ramas de árboles, en una instalación cuyos tres términos no tenían más relación que lo que el tiempo puede hacerles: las ramas, torcerse o mojarse; el hielo, fundirse; los vidrios, perdida una base de apoyo sólida, chocar y romperse aún más. Todo esto fue ocurriendo con el paso del tiempo, a días de inaugurada la exposición.

Al reponer un pensamiento sobre la entropía (irremediablemente asociado, desde Smithson y De Maria, con la naturaleza), Telleria desbarata los casilleros estancos de la escuela neoconceptual, sin fugar al terreno de la realización plástica, pero adjudicándole igualmente a la dimensión tiempo la capacidad de dejar en suspenso la metáfora formada a partir de términos fijos.

Ficción primitiva, sin espectacularizar el colapso semántico, también le erige un monumento. Y es que no hay relación lógica entre los elementos que intervienen en la muestra, o, mejor dicho, la relación queda en silencio, a la espera de ser interpretada en un lenguaje inaccesible, ultraterreno. La exhibición toma como punto de partida la idea herética de un Dios que oculta los nombres, de forma que los ritos (los momentos en los que los nombres sagrados se ponen en juego) queden sin aclarar, desenvolviéndose como un acertijo. Si El nombre de un país era la enciclopedia de una nación inexistente (otro nombre oculto), su contraparte de 2018 podría ser el esbozo de una devoción desconocida. En ambos casos el objeto no es sinónimo de una idea en circuito cerrado, sino soporte de una transformación, adjudicatario de una pérdida: y eso es todo lo que se puede celebrar o recordar. Las soluciones eficientes y los resultados calculados son tarea del cielo. De este lado, del lado de la podredumbre y el polvo, donde las cosas no son idénticas con sus nombres, Telleria le propone una actividad inusual al arte neoconceptual: la de admirar sin entender.

 

The Idea of a Country. Claudio Iglesias

A country where pillows sprout from trees, chairs have no seats, grass is grown on floats, ledger sheets crumble away and women wear hats made from twigs. This is the counterfactual atmosphere established by the objects, paintings and photographs in El nombre de un país [The Name of a Country], Mariana Telleria’s exhibition at the Galería Alberto Sendrós. Running right through a spectrum that begins with interventions and found objects and ends with batik and crafts, this collection of pieces contains a wide variety of artistic methods and procedures that ask profound questions about the cultural significance of everyday things, the potential uses of different forms and the way in which every civilization (even the imaginary ones) is defined by the relationship between nature and construction across a variety of territories including metaphysics, cosmogony and fashion.

The title, El nombre de un país, invites us to picture the landscape, customs and rites of an imagined country as suggested by a display case of tools, a collection of clay plates and the fantastical clothing shown in a succinct series of photographic portraits. The anthropological focus is also a focus on the environment: the artist is interested in how human culture incorporates its relationship with nature.

The layout of the different pieces in space emphasizes this preoccupation: the entrance hall to the gallery was taken up by a large hunk of tree branching out towards the back of the building. The main gallery, which is the same length, houses a set of pieces at the centre of which one can see an industrially made wooden table and chairs. The conceptual contrast between the tree and the furniture introduces the idea of our relationship with nature, and this is then explored by the other objects in greater detail. Curiously, setting up the table required far less work on the part of the artist and her team than installing the fallen tree trunk, which was cut up, then put back together and altered. One of the branches crosses through the arcade and intrudes into the other gallery. From it hangs a hammock on which a set of faux-concrete bricks have been placed. An elemental form in the synergy between construction and the natural world, the hammock represents an idea that would have pleased Frank Lloyd Wright: only a branch separates nature from construction and one should build (and live) with what they have available.

Mariana Telleria was born in 1979 in Rosario, where she still lives and on whose scene she has been participating actively for several years. El nombre de un país is her first exhibition in Buenos Aires and presents an overview of her artistic interests thus far, but also offers a new twist to her language. In 2007, Telleria suggested a sculpture for the Macro esplanade: Último lugar [Last Place], an abandoned (and partly dismantled) car was filled with abundant fake vegetation and a gang of ceramic cats. Recycling the leftovers of industrial civilization by a non-human community was the main theme of the piece, which was made in a striking visual style along very similar lines to what the British press calls “new sculpture”: works of notable size (such as those of Folkert de Jong and Allison Smith) creating simple, iconic or fantastical scenes produced with plenty of colour and ambition. El nombre de un país abandons this lavish approach in favour of almost private language, curt in its presentation of found or only slightly altered objects: a pair of chairs tied together with an elastic band, books open halfway like shelves, folded, squared sheets, and a separate series of elements stored in display cases. From a technical point of view, this way of working with objects can immediately be filed along with the “sensitive conceptualism” of artists such as Gabriel Orozco and Jorge Macchi: a poetic that, albeit in very different ways, seeks to combine a maximum degree of familiarity with minimal action by the artist so as to transform an element from everyday life into a genuinely “anomalous object.”

This international trend has plenty of proponents and detractors who nonetheless agree on certain things: that the first person perspective of the artist defines the meaning of the artwork and that they consist of an epigrammatic formality, suggestive crossovers between ordinarily isolated elements and a literary meaning close to that of Borges or his followers, all embodied by simple pieces and presented in a sterile manner. It is an emotional but cold discourse (Félix González-Torres, for instance), personal but severe, that is never reluctant to employ simple methods such as cuts or joining two objects together. El nombre de un país makes use of this language (and the references to Orozco, Macchi and Meireles are numerous), but to say different things. The objects that make up the exhibition don’t just express the artist’s self, but also a potential culture. They don’t refer to an actual experience, but a set of forms from which the story of a world might be constructed.

The pieces that take this expansion of horizons to an extreme are the display cases and the clay plates: objects that bear an ambiguous burden of ethnographic information. They don’t refer to a specific indigenous people, but suggest a relationship between construction, nature and cosmogony that is often found in indigenous philosophy. Paper (another link in the symbolic chain that began with the tree) is exhibited as both a living and manufactured element while the chopped autumn leaves contain rectangular pieces of brown card. The collection also includes decorated knitting needles, handbags and brooches among many other easily recognizable objects of unusual morphology.

The photographs expand the same theme into the realm of clothing and emphasize the dominance of women in the “culture” that the pieces encourage us to read or imagine: in one of them we see a woman wearing a necklace of wire and coins large enough to replace a t-shirt or top. In the other, the model is wearing a hat full of vegetable and twig adornments. The complementary nature of contemporary, fashion-inspired photography and the traditional ethnographic portrait is clear from the frontal shot, the centrality of the accessory and the informative style of the images. A third piece from the series (which wasn’t featured at the exhibition) shows a skirt made from green turkey feathers. Together with the furniture and crafts, the clothing provides another realm of collaboration between the natural and constructive worlds. The act is always minimal and the common denominator doesn’t refer to the cut (which is synonymous with coldness and analytical abstraction in the neo-conceptual lexicon), but to interlocking: weaving, tying, knitting, wrapping and knotting frequently come up in Telleria’s vocabulary. It also allows a glimpse of her interest in female culture understood as a field in which a relationship with the natural can acquire new meaning. (It’s important to remember that another major figure in neo-conceptual Mexican art, Silvia Gruner, has emphasized on numerous occasions the relationship between feminism and indigenous issues.)

The crossovers that Telleria engineers between culture, nature and gender are not restricted to a kind of “indigenous ecofeminism” that, while legitimate and interesting, might seem artificial at a time when laboratories of cultural studies at American universities are endeavouring to promote ever more explosive ethnographic mixtures in the search for the holy grail of subalternity. Although the revival of the indigenous imagination coincides with a re-evaluation of Latin American art (from Mexico and Brazil especially) as an alternative to the lingua franca of British art, the important aspect of Telleria’s work is the discourse she proposes, one that until recently was seen as a sensitive, intimate and even apolitical variation on contemporary conceptualism. El nombre de un país places us on a map where these categorizations become irrelevant when faced with the power of icons that no longer possess the quality of being everyday. They also introduce culturally controversial subjects: innovations in agricultural techniques, the environmental impact of consumer goods and the sustainability of industry aren’t issues that contemporary artists have placed on the public agenda, rather the opposite in fact. In Telleria’s artworks, craft (“hands are the best technology,” she says in one text) involves metaphors linked to recycling and the use of natural resources; it is no longer the dirty word it once was in academic conceptualism. Contemporary debates don’t play the role that remote, impersonal crime stories played in some of Jorge Macchi’s art. Sensitivity assumes a mundane role when faced with a series of unresolved problems and a vision of nature that oscillates between nostalgic and utopian. El nombre de un país sends us home with one or two suspicions and questions: the former being that emotion isn’t necessarily navel-gazing and the better-known acts of neo-conceptualism are no longer synonymous with aesthetic introspection; they can also involve an opening out to the outside world and its problems and symbols. Maybe, like the song by MGMT says, it’s the youth who are beginning to change.

This text was originally published in Página/12, Radar, 2 August 2009.

It seems unlikely that with just two exhibitions an artist can unleash one of the more elusive artistic mysteries of her generation working solely with the austere theme of a remote god wary of his creation. But that’s exactly what Mariana Telleria has done with her two major exhibitions in Buenos Aires. It only took her about a decade; not much time at all.

Just under ten years after her first exhibition in the city (El nombre de un país, at the Galería Alberto Sendrós, was held in 2009), in 2018 she presented Ficción primitiva [Primitive Fiction] at the Galería Ruth Benzacar.

Without explicitly setting out to do anything of the kind (one of Telleria’s virtues is impatience with results, means to reach them and, in general, requests to explain her ideas), the two exhibitions from 2009 and 2018 form a diptych in time whose main character is a figure that is never seen in its entirety and embodies different meanings: the tree, which could simultaneously symbolize a home, a tool, order, or unachievable desire.

It would be stating the obvious to say that among the neo-conceptual artists the found object gradually became the basis for a logical connection; the more all-encompassing it sought to be, less tangible its material realization would become. But Telleria, after experimenting with this language in her 2009 exhibition, decided that it wasn’t sufficient and that she should shift her thinking into an indomitable realm of making and scale that is increasingly susceptible to chance, over-extension and collapse.

Catastrophe and the erosion of meaning become essential constructive preoccupations capable of dismantling any genre, language or discourse (including neo-conceptualism). The only areas where size matters are erosion, loss and grief (on a massive scale). To understand the growing distance established by Telleria’s artworks and the limits of language, one must literally adopt a concept cherished by Villar Rojas: emotional flesh.

This emotional flesh isn’t so much connected to the sensibility of a particular subject as an arc of artistic preoccupations: how might one make material suffer over time (isn’t that what flesh is: matter that suffers over time?) in a feeling, self-perceptive way?

Over the years, Telleria has experimented with the ways in which the flesh-dimension; time, can ruin even the firmest postulations about the logical relationship between the isolated objects that are so important to neo-conceptual art. That is why she didn’t fully abandon neo-conceptual language but rather muddied it until it began to crumble through her fingers.

Under neo-conceptualism, objects have a fixed, immutable meaning inured from random accidents. It is the fixed nature of names and things that makes it possible to empty them of meaning by absorbing them (leaching them) into formal relationships with other objects.

Telleria, in contrast, uses more transitive objects where the meaning is fluid. It is as though she were trying to say a name but can’t quite pronounce it, as though it were still on the tip of her tongue. In her pieces, neo-conceptual language stubbornly collapses and fails, and it is thanks to this that objects come back to life as earthly things removed from their role as an empty symbol and fleetingly revealed on the earth, in the absence of a fixed name, as flesh.

Two stages in this transitional odyssey from object to carrier of time can be seen in her works Ensayo de situación II. Soy un pedazo de atmósfera [Situation Rehearsal II. I Am a Piece of the Atmosphere], a performance at the Monumental stadium in Buenos Aires in 2013, curated by Sonia Becce), and Las canchas de paddle, después los cíbers y ahora yo [Paddle Courts, Then Cyber Cafés and Now Me], her last Buenos Aires exhibition before Ficción primitiva, during the exhibition cycle curated by Titularidad No Informada.

For Ensayo de situación II Telleria hired a performer whose job was to quickly rip a tablecloth from a laid table (with plates, glasses, etc.) leaving the objects unmoved. And if they failed, to try again. What might have been a perfect artwork for the neo-conceptual school (a table on which something strange happens, ready to be reconsidered along with a few trivial objects) became infinitesimal testimony to the perfection sought by Mariana Telleria, whose horizons are defined by the failure of all purely formal intentions. Put another way: her earthly, fertile but transitory creations.

The second exhibition, overseen by Titularidad No Informada, somehow inverted the rite of passage, capturing a fixed scene and then letting it collapse solely through the agency of time.

A set of blocks of ice was placed in between a series of large panes of broken glass and tree branches in an installation whose three terms weren’t connected in any way other than what time might do to them: the branches could get twisted or wet; the ice would melt; and the glass, once it had lost its support, would break even more. All this would happen over time, in the days following the opening of the exhibition.

By returning to the idea of entropy (which, since Smithson and De Maria, has inevitably been associated with nature), Telleria ransacks the stagnant crates of the neo-conceptual school. However, she doesn’t flee from the realm of conceptuality but rather adds to the dimension of time the ability to leave a fixed metaphor dangling in suspense.

Ficción primitiva avoids making a scene about this semantic collapse; instead it erects a monument. There is no logical relationship between the elements featured in the exhibition or, put better, the relationship is left unsaid, waiting to be interpreted in an inaccessible, ultra-earthly language. The exhibition takes as its basis the heretical idea of a god who hides names, so that the rites (the moments when sacred names are introduced) are left unexplained, unravelling like a puzzle. Where El nombre de un país was the encyclopaedia of a non-existent nation (another hidden name), its counterpart in 2018 might be the sketch of an unknown form of devotion. In both cases, the object is not synonymous with the idea of a closed circuit, but the medium for a transformation, a recipient for loss. Efficient solutions and measured results are heaven’s job. Down on this end, amid the dust and decay where things are identical to their names, Telleria suggests an activity rarely seen in neo-conceptual art: that of admiring without understanding.

Concentrate. Mirá las manos sobre la mesa. Florencia Qualina.

Un personaje vuelve, una y otra vez, a la obra de Mariana Telleria; es un tronco seco, escuálido, con largas ramificaciones y nervaduras, similar a cada rama tendida sobre la vereda después de la temporada de poda. Las ramas cadavéricas son el invierno mismo. Si alguna fue capturada por Telleria, se le concedió un nuevo y extraño destino: ser escultura, Gólem, ente trans, muerta y viva al mismo tiempo.

Formaciones de ramas secas distribuidas en tres hileras, todas coronadas por una baliza azul, trazaban calles que conducían a un enorme tronco con incrustaciones lumínicas levantado hacia el final de la sala; detrás de él, un espejo que cubría la totalidad de la pared lograba que la escena se multiplicara. Cada rama era una pieza que ensamblaba cuidadosamente restos del mundo cristiano, industrial, mineral; plumas, botas, osamentas, ruedas, llaves, collares, zapatillas, velas; un catálogo de indicios, despojos, asociaciones. Telleria llamó Ficción primitiva[1] a la instalación, y ésas fueron las únicas palabras que pronunció sobre el trabajo; lacónica o desconfiada, parece replicar más el axioma minimalista What you see is what you see que a Rimbaud: “Solo yo tengo la clave de este desfile salvaje”. Contra la voluntad de Telleria o no, la fuerte carga simbólica de los elementos dominantes en el espacio podrían precipitar un pensamiento: Ficción primitiva hacía referencia al estado policial en el que se encuentran sumergidas Rosario, Buenos Aires o casi cualquier otra ciudad-Estado en 2018; las estructuras simétricamente ordenadas podrían pensarse en el mismo sentido disciplinario, todo envuelto en el colapso medioambiental, sobresaturación de objetos de consumo desechados y ráfagas de proyecciones virtuales. Es el mundo en el que vivimos, después de todo. Pero estabilizar a la artista en esa percepción significaría una aproximación tosca y acelerada, también obstructora de una atención más específica hacia su trabajo.

Nueve años antes de Ficción primitiva, Telleria había integrado fósiles culturales y naturales en la exhibición El nombre de un país.[2]. Si en 2018 la direccionalidad resultaba clara por la procesión ramas-esculturas orientadas hacia el tronco tótem, en El nombre de un país lo era a través de núcleos: un enorme árbol seco que atravesaba la sala, por partes cubierto de almohadones; en otra parte pendía de él una hamaca sobre la que reposaba una pequeña escalera de ladrillos; una escultura de mesas y sillas de madera con una banda elástica; una vitrina; una estructura ascendente de libros abiertos de los que brotaban pelotas de fútbol, tenis, básquet… significantes de la cultura letrada, la recompensa, el trabajo y el ocio manipulados hasta descomponerlos. La operación de ensamblaje y reconexión en El nombre de un país, la toponimia de ese territorio, se construyó en el orden de la física, las posibilidades de resistencia, tensiones y equilibrios entre objetos, sus simpatías y antipatías. El espectador de Ficción primitiva y El nombre de un país tiene que recorrer el espacio como un perro sin olfato que persigue huellas, mirar hacia arriba, abajo, bien abajo, observar atentamente cada costado. Leer un mapa de cuero.
Los movimientos alrededor de las obras de Telleria no siempre implican un recorrido próximo. En Las canchas de paddle, después los cíbers y ahora yo,[3] construyó una instalación con bloques de hielo industrial, ramas secas y vidrio, una enorme estructura piramidal con ecos de toldería india. La fugacidad de la obra, el peligro de colapso o derretimiento indefectible eran un pathos que mantenía a distancia prudencial a su espectador. Un mausoleo sobre las crisis económicas argentinas poshiperinflación en 1989 y poscrisis 2001, cuando aquellos emprendimientos deportivos y multiservicios colonizaron de modo pasajero los escenarios urbanos del país. El yo final del título contenía con ambigüedad una serie de posibilidades: el desplome podría ser autorreferencialidad confesional; un enunciado tautológico sobre la propia materialidad de la obra; una afirmación sobre el derrumbe inminente del sistema del arte en –otra vez– una economía al borde del colapso. Las canchas de paddle… abrían una incapacidad de cercanía tan familiar a una amenaza potencial como al trauma.

Otra forma de distancia aparecía en Antes de nuestro nacimiento[4]. Telleria montó una instalación en un candelabro sostenido por el techo vidriado de la mansión art déco de la Villa Empain, en Bruselas. Los elementos que enhebró en la pieza eran neumáticos quemados, gomas que por un momento podrían confundirse con enormes plumas negras, parabrisas rotos, cuentas de cristal, ramas secas. Antes de nuestro nacimiento tenía la apariencia de una artesanía fuera de toda escala, un atrapasueños que no filtró totalmente la pesadilla porque el atrapasueños es la pesadilla. En el centro de la arquitectura bellamente restaurada, se encontraba el candelabro cubierto de ramas y restos automotores; necesariamente la mirada debería elevarse, acción que, en definitiva, también terminaba imponiéndose en Ficción primitiva y El nombre de un país la misma postura a la que invitaban el monumento Dios es inmigrante y El gran plan, la pintura al fresco de reminiscencias barrocas que Telleria pintó sobre el techo de un auto. Aby Warburg encontró que

…el movimiento ascendente es el acto humano por excelencia, que busca elevar al hombre de la tierra al cielo: es el verdadero acto simbólico que confiere al hombre que camina la nobleza de mantener la cabeza levantada, mirando hacia lo alto.
La contemplación del cielo es la gracia, y a la vez la maldición de la humanidad.[5]

Las emanaciones cosmogónicas que animan las obras de Telleria se hallan tanto en sus frecuentes referencias teológicas como en la articulación del craft tejido entre residuos industriales y naturales que conciben una constelación materialista y esquiva; pero quizás el núcleo de esa intuición sean las relaciones visuales de altura, lejanía o cercanía que establecen, a través de mediaciones proxémicas, activaciones en la memoria corporal de cada espectador.

Un fragmento de árbol marchito es para Telleria un elemento de su tabla periódica, como el carbono o el hidrógeno, una palabra o el cuerpo de un intérprete; sus posibilidades siempre se encuentran en las relaciones o combustiones con otros elementos. La rama seca puede transformarse en bicho cuando sus patas terminan en vasos de vidrio, también puede mutar hacia parásito que asfixia una pelota de básquet; indefectiblemente, es una entidad voluble y desarraigada.

El espíritu de tribu que converge hacia una figura totémica asentada en Ficción primitiva, Antes de nuestro nacimiento y Las canchas de paddle… se organiza alrededor de ejes predominantemente ascendentes –trazados de manera vertical o diagonal–. Una manera que es posible rastrear en otras obras de Telleria y que funcionan junto a sus habilidades de prestidigitadora. Escenas sumidas en la oscuridad, como las estructuras iluminadas de un barco o la carcasa de una calesita, irradian un campo electromagnético del que es imposible alejarse, como si fuéramos un aeroplano volando sobre el triángulo de las Bermudas. El trabajo de ilusionismo que Telleria construye se dirige al asombro; y el asombro es familiar de lo sublime. Esa antigua zona donde convergen encantamiento y temor a la desintegración.

[1] Ficción primitiva, galería Ruth Benzacar, Buenos Aires, 2018.
[2] El nombre de un país, galería Alberto Sendrós, Buenos Aires, 2009.
[3] Las canchas de paddle, después los cíbers y ahora yo, Espacio Calyfornio, Buenos Aires, 2017.
[4] Antes de nuestro nacimiento formó parte de Répétition, exhibición curada por Nicola Lees y Asad Raza, Boghossian Foundation, Villa Empain, Bruselas, 2016.
[5] Aby Warburg, El ritual de la serpiente, Madrid, Sexto Piso, 2008, p. 26.

Concentrate. Look at the Hands on the Table. Florencia Qualina.

There is a recurring character in Mariana Telleria’s work: a thin, dry tree trunk with long branches and veins, the kind you might see lying on the pavement during pruning season. Skeletal branches are the embodiment of winter. Once captured by Telleria, however, they are given a strange, new fate: a sculpture, a Golem, something trans, dead and alive at the same time.
Formations of dry branches crowned by flashing blue lights laid out in three rows to define paths that lead to an enormous trunk with incrusted lights rising up the back of the gallery. Behind, a mirror spans the wall, duplicating the scene. Each branch was an artwork assembled carefully from Christian, industrial and mineral leftovers; feathers, boots, bones, wheels, keys, necklaces, shoes, candles; a catalogue of symbols, remains and associations. Telleria called the installation Ficción primitiva [Primitive Fiction].[1] It was all she said about the artwork. Either reticent or mistrustful she appeared to answer more to the minimalist axiom What you see is what you see than Rimbaud’s: “I alone hold the key to this wild procession.” Whether it was Telleria’s intention or not, the powerful symbolic charge of the dominant elements of the space suggest that Ficción primitiva refers to the police state that has established itself in Rosario, Buenos Aires and almost every other city-state in 2018; the symmetrical structures could be read as an attempt at discipline amidst environmental collapse, the saturation of discarded consumer objects and flashes of virtual projections. That’s the world in which we live, after all. But to assert that this is the artist’s point of view would be a crude, hasty take on the artwork and distract from closer, more profound, specific readings.
Nine years before Ficción primitiva, Telleria presented cultural and natural fossils as part of the exhibition El nombre de un país [The Name of a Country].[2]. Where in 2018 the direction of the gaze seemed clear from the progression of branch-sculptures leading up to the totemic trunk, El nombre de un país had a series of different nuclei: there was an enormous dry tree covered in cushions taking up the entire room; a dangling hammock with a small brick staircase inside; a sculpture of wooden tables, chairs and elastic bands; a display case; a structure made from open books from which emerged footballs, tennis balls, basketballs… symbols of literature, reward, work and leisure culture manipulated to the verge of disintegration. The act of assembly and re-connection in El nombre de un país, the taxonomy of the territory, was based on physics, the potential resistance, tension and balance between objects and how they attract and repulse each other. The viewer of Ficción primitiva and El nombre de un país must tour the space like a dog that has lost its sense of smell, looking up, down, below, further below, more closely and to either side. As though they were reading a leather map.
But Telleria’s artworks don’t always insist upon a journey at such close quarters. Las canchas de paddle, después los cíbers y ahora yo [Paddle Courts, after Cyber Cafés and Now Me][3] was an installation made from industrial ice blocks, dried twigs and glass: an enormous pyramid structure that seemed to allude to indigenous tents. The ephemerality of the artwork, the danger of collapse and inevitable melting created a pathos that kept it at a prudent distance from the viewer. A mausoleum of the economic crises in Argentina after the hyper-inflation in 1989 and the default of 2001, when sporting enterprises and internet cafés briefly filled the urban landscape of the country. The ambiguous me at the end of the title suggested several different meanings: the collapse might be confessional and self-referential; a tautological statement about the materiality of the work or a commentary on the imminent downfall of the art system in an economy—once again—on the verge of collapse. Las canchas de paddle… suggested an incapacity for intimacy not dissimilar to a fear of potential danger, or trauma.
Another form of distance appeared in Antes de nuestro nacimiento [Before We Were Born].[4] Telleria set up an installation in a chandelier hanging from the glass ceiling of an art deco mansion: the Villa Empain in Brussels. The artwork brought together a tangle of burned tyres, rubber objects that could easily be confused with enormous black feathers, broken windscreens, crystal beads and dry twigs. Antes de nuestro nacimiento looked like an oversized craft piece, a dream catcher that didn’t filter out nightmares because the catcher itself was the nightmare. At the centre of the beautifully restored architecture was a chandelier covered in twigs and car parts: like Ficción primitiva and El nombre de un país it forced the gaze upward. Similar postures were suggested by the monument Dios es inmigrante [God is an Immigrant] and El gran plan [The Grand Plan], a Baroque-style fresco that Telleria painted on the roof of a car. Aby Warburg wrote that

…the upward movement is a quintessential human act that seeks to elevate man from the earth to heaven: it is the genuine symbolic act that confers upon walking man the nobility of a raised head, looking upward. Contemplation of heaven is both the grace and damnation of humanity.[5]

The cosmological emanations present in Telleria’s works are the result of her frequent theological references as well as her development of the weaving craft amid a morass of industrial and natural waste to create an elusive, material constellation. But perhaps her intuitive soul lies in the visual relationships of height, distance and intimacy that stimulate the physical memory of the viewer through carefully calculated mediation.
A fragment of a withered tree is just another element on Telleria’s periodic table: like carbon, hydrogen, a word or the body of an actor, her potential is to be found in the bonds or friction between different elements. A dry twig can be transformed into a creature when its feet are placed inside glasses and it can also mutate into a parasite strangling a basketball: it is an inexorable, fickle, rootless entity.
The tribal spirit that gathers around the totemic figures found in Ficción primitiva, Antes de nuestro nacimiento and Las canchas de paddle… flows along primarily upward-facing vertical or diagonal lines. This aspect can also be seen in other artworks by Telleria that function alongside her penchant for soothsaying. Scenes immersed in darkness, like structures lit up from a boat, or the shell of a carousel, emitting an electromagnetic field from which it is impossible to escape; as though we were an aeroplane flying through the Bermuda triangle. Telleria’s work as an illusionist directs one’s amazement and amazement is linked to the sublime. That ancient zone where enchantment and fear of disintegration converge.

[1] Ficción primitiva, Galería Ruth Benzacar, Buenos Aires, 2018.
[2] El nombre de un país, Galería Alberto Sendrós, Buenos Aires, 2009.
[3] Las canchas de paddle, después los cíbers y ahora yo, Espacio Calyfornio, Buenos Aires, 2017.
[4] Antes de nuestro nacimiento was part of Répétition, an exhibition curated by Nicola Lees and Asad Raza, Boghossian Foundation, Villa Empain, Brussels, 2016.
[5] Aby Warburg, El ritual de la serpiente, Madrid, Sexto Piso, 2008, p. 26.

Mariana Telleria o la búsqueda de Dios. Manuel Quaranta (Español)

Buscamos siempre el absoluto y no encontramos sino cosas. Novalis
1.
Una fría mañana de finales de agosto de 2014, la ciudad de Rosario[1] se despertó convulsionada: el tradicional Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino había cambiado de color, estaba pintado enteramente de negro. La acción había sido concebida algunos años antes por la artista Mariana Telleria en su proyecto Las noches de los días: “Pretendo reducir las posibilidades emocionales a lo mínimo; que sea una pura y seca acción, permitiendo el enfoque en la forma arquitectónica y en el efecto luz/sombra del edificio durante el transcurso de una jornada”; sin embargo, al comienzo –después los ánimos se apaciguarían–, el factor emocional fue lo que primó en la recepción de su propuesta, ya que de inmediato estalló el enérgico furor –alimentado por los medios masivos de comunicación[2]– de una turba de ciudadanos acusándola –entre otros crímenes– de subversiva; a la par, en la vereda de enfrente, otros ciudadanos –pertenecientes al campo del arte– produjeron distintas manifestaciones a favor del proyecto; Rosario estaba conmovida,[3] todos –detractores y defensores– querían ir a ver; en aquel contexto de ánimos caldeados, una amiga –en común con Telleria– consideró oportuno invitarme a escribir:

Telleria decidió intervenir en la aparente permanencia de las cosas para multiplicar los sentidos y hacer estallar la supuesta firmeza del mundo […] Eligió pintar el Museo Juan B. Castagnino de negro. ¿De negro? Duelo, melancolía, pobreza, oscuridad, temor, tristeza. ¿Cómo invertir la carga negativa que Occidente asigna a este color? […] (Si, como dice Telleria, “el negro es la renuncia más notoria al color y la renuncia más notoria a toda exhibición”, ¿su intervención haría que el museo se mostrara escondiéndose, se develara en el mismo ocultamiento? ¿Logra la artista que un bien inmueble, a partir del señalamiento, se mueva?) […] Algo está sucediendo. Algo se expande –¿el concepto de arte?–. Ampliación objetiva y subjetiva. Transvaloración: un espacio público destinado a recibir obra pasa a ser, él mismo, obra. La acción, entonces, no produce solamente cambios evidentes en la fachada del museo, sino que, fundamentalmente, opera en nosotros –Alejandra Pizarnik estaría de acuerdo–: “Una mirada desde la alcantarilla / puede ser una visión del mundo / la rebelión consiste en mirar una rosa / hasta pulverizarse los ojos”.

Después de leer el texto,[4] Telleria me envió un mail: “Admito que la palabra no es mi lenguaje predilecto, pero te dejo con una de las máximas de nuestra evidentemente querida Alejandra: ‘Escribes poemas porque necesitas un lugar en donde sea lo que no es’. Es lo más cercano a la idea de dios y religión que atraviesa mi vida y completamente mi trabajo”.

2.
Para san Agustín, máximo exponente –junto a santo Tomás– del pensamiento cristiano, creer significa buscar a Dios[5] en todas partes, caminando errantes, en peregrinación permanente; creer supone la necesidad de mantener la sed por Él a pesar de nuestra imposibilidad intrínseca de conocerlo en su auténtica grandeza. Una búsqueda, una sed –una obsesión– que recorre también la obra de Telleria, sin ser ella misma creyente; títulos como Estás en todos lados (2010), La evolución de Cristo (2014, 2016), El primer momento de la existencia de algo (2013), Buscando a Cristo en todos lados (2014), Dios cree en mí (2012)[6] sirven de muestra; ahora bien, existen entre la exhortación de Agustín –santo, padre y doctor de la Iglesia Católica– y el proyecto de la artista –atea– casi mil setecientos años de distancia, por lo que no sería vano intentar responder o actualizar –a la manera de un Pierre Menard contemporáneo–, durante el transcurso de este recorrido, un interrogante: ¿qué Dios busca Telleria cuando emprende la búsqueda de Dios[7]?

3.
El capítulo I del Génesis describe la creación ex nihilo del mundo: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. Una resolución que produjo un orden de cosas. “Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz”. La decisión fue una Palabra, y por ese motivo la Palabra de Dios constituye la primera acción performática de la historia –¿esto convierte a Dios en el primer Poeta?–: a través de su Palabra Dios hizo el mundo; el inconveniente era que “la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo”; entonces, no conforme con decir y hacer la luz, “Vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas […] Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche”. Dios nombra y al nombrar hace. La palabra de Dios, apenas pronunciada, tiene la potencia infinita de crear.[8]
El primer momento de la existencia de algo es una performance en la que un joven practica durante nueve horas el famoso truco de quitar el mantel de una mesa servida procurando dejar la vajilla intacta. La artista escribió: “El visitante accede a un fragmento de la intimidad de un día de trabajo, como si el Estadio de River fuese mi taller. Para el espectador no hay principio ni final, los extremos de esta jornada solo viven para mí”. Telleria transforma la cancha de River en un suceso íntimo, convierte un espacio cuyo evento específico posee un inicio y un final en algo difuso; quiere dominar el desarrollo de los hechos, siente que los extremos viven para ella: principio y fin. Nacimiento y muerte. Por esa razón imagina “una situación metafísica, simple en su complejidad, como son los principios que intentan dar alguna explicación sobre el universo” –el Big Bang, por ejemplo–. Ella busca dominar la situación, y, simultáneamente, ponerse a prueba en un estadio monumental destinado a ser testigo de una rara proeza: “En River está pasando algo que no tendría que pasar y la acción se está dando en un lugar donde no tendría que darse”;[9] desplazamientos, dislocaciones, la artista logra desubicar un espacio y ubicarse en un espacio ajeno, por eso “el truco, el pibe y el estadio mantienen una relación desnaturalizada”, ninguna esencia funciona, “todo se vuelve inútil y conflictivo”; ¿qué esperaría ese chico, solo, si lograra concretar la hazaña?; ningún reconocimiento, “una persona en perfecta soledad deja en evidencia justamente eso: lo afuncional del hecho, ahí donde tendría que haber 70.000 espectadores hay solo dos”. Partiendo de la soledad de uno –el pibe– Telleria abre la posibilidad del dos. ¿El pibe y la cámara? ¿El pibe y ella? ¿El pibe y Dios? ¿Ella y Dios? ¿Uno y dos? En esa oscilación opera la artista, permitiendo “percibir una intensidad máxima –70.000 ausentes, la gran explosión– y una mínima –dos presentes, una partícula elemental– al mismo tiempo”; ambos extremos en coexistencia dejan traslucir una búsqueda cifrada en las siguientes preguntas: ¿Cómo fue la primera vez?, ¿cómo hacemos presente aquello que se perdió?[10]

4.
José, padre putativo de Jesús, ejercía –según las Sagradas Escrituras– el oficio de carpintero. El Evangelio utiliza la palabra tekton cuando lo menciona: un artesano que trabaja la madera con el objetivo de transformarla. Si visitáramos su taller encontraríamos un conjunto de herramientas básicas para llevar a cabo ese propósito: sierras, serruchos, martillos, cola, clavos. Una parte de este oficio –algo del hacer, de los modos de hacer– pervive en el modus operandi de Telleria: “Mis manos son mi mejor tecnología, soy una artesana mental, opero pensando sobre la materia, en un vínculo directo con lo que está ahí, frente a mí, pero antes de las manos está el pensamiento, ¿qué puedo hacer con esto o aquello que estoy observando?”. Estás en todos lados sería el arquetipo de la operación descrita: la artista se encontraba ordenando su taller y, justo antes de desecharlos, puso unos marcos contra la pared. “Los estoy por tirar”, les advirtió, “casi como una loca que se habla a sí misma a través de los objetos”, y empezó a mirarlos a lo largo del día. “Fue como darles una última oportunidad”, porque “lo que querés hacer ya está en el objeto, hay una latencia que el trabajo mental descubre, mi ‘apropiación’ es la posibilidad latente que el trabajo intelectual extrae del objeto, lo que implica que de alguna manera ‘eso que encuentro’ ya está ahí,[11] yo solo debo revelarlo, convertir la potencia en acto, y esto no es más que trabajo, trabajo y trabajo”.[12] Entonces, recuerda, en un momento “los miré proyectando infinidad de intervenciones, hasta que se me ocurrió cortarlos en cuatro y ¡zas!: si los corto en cuatro y junto los vértices se forma una cruz. De un marco de un cuadro se forma una cruz, y de ahí la idea de que ‘estás en todos lados’, la idea ‘dios’ está en todos lados, me pareció una idea simple y al mismo tiempo muy efectiva en los infinitos pensamientos que podés despertar”.[13]
Una idea simple, un gesto mínimo, cortar y unir para generar una obra inagotable cuyo título hace referencia a uno de los atributos del Ser Supremo: el don de la ubicuidad; somos, por definición, incapaces de sustraernos a la mirada de Dios –el Libro de los Salmos 139 resume esa cualidad con una pregunta: “¿Y a dónde huiré de tu presencia?”–.
La ubicuidad es una dificultad central de toda práctica poética, pensemos en la consigna vanguardista que busca unir el arte con la vida: Estás en todos lados, una mancha voraz que pretende invadir cada resquicio. Estás en todas partes –un Aleph–: en la casa, el museo, el cielo, la mente. ¿Dónde empieza y dónde termina? ¿Dónde adentro y dónde afuera? ¿Dónde arriba, dónde abajo?

5.
Anaxágoras sostenía que en cada cosa estaban todas las cosas, un tipo de panteísmo avant la lettre, diametralmente opuesto a la concepción de san Pablo, para quien en Dios está todo, y no en la naturaleza. La cita del filósofo griego aparece entre las notas de Telleria sobre su obra Morir no es posible (2013), objeto construido a partir de una cama cortada, dividida en cuatro partes y unida por sus vértices. ¿Qué nace del corte? Algo nuevo subyacente en la cama: “¿Puede una cama esconder un arma de guerra?”, se pregunta, elocuente, Telleria, que, despojando al objeto de su función inicial, estimula, con una tesis calculada –“todo está en todo”[14]–, el devenir ontológico de las cosas hacia su próximo destino, como un Dios que no juega a los dados sin cargarlos previamente. Así, el objeto deja de ser cama, si bien mantiene su estatus. De una manera u otra, nunca están las cosas completamente terminadas –en ambas acepciones–, algo de éstas siempre permanece a salvo de la acción corrosiva del devenir, algo sobrevive a la transformación,[15] “hay algo de las cosas que never dies. Eso, también, es dios para mí”:[16] “Las transformaciones son infinitas”, dice la artista, “ninguna deja de dar nacimiento a cualquier otra y nunca se llegará a una separación o disgregación completa de los objetos. Como una especie de zenit, el punto más alto del cielo, las cosas también lo tienen; esquivando usos, transformaciones, naturalezas y morfologías, hay algo en ellas románticamente intocable que las salva de la muerte y les permite seguir siendo reconocidas ante el visitante, que puede ver lo que eso era para acercarse a lo que ahora es y vivir ese trayecto como un viaje cómodo y natural”.

6.
Me crucé con imágenes del bosque de los suicidas, un bosque en Japón donde la gente se sumerge para suicidarse, y me sentí interpelada de inmediato. Imágenes de muerte y muertos, a las que se sumaron otras imágenes igual de trágicas. Quería usarlas, pero ¿cómo?, ¿dónde? Buscaba complicarme con esas imágenes, tenía que modificar el espacio para que las imágenes se puedan integrar a mi mundo operacional. Intentar conquistar un espacio, el espacio como parte de la idea, no simplemente el lugar que la contiene. Es un trabajo específico para un espacio específico que actúa sobre las estrategias de apropiación, ya que la idea se debe enfrentar a ese espacio. La reflexión aparece en generar un plan y un plano, un mapa donde después puedo desplegarme más irracionalmente, más impulsivamente, con otro tipo de inteligencia más relacionada con la intuición y la naturaleza. Todo el despliegue espacial de Los ángeles es mi respuesta a esas dos preguntas: dónde y cómo usar esos muertos que, en principio, no tenían ninguna razón para estar ahí.
Todo el espacio fue pensado para que estos muertos puedan existir sin ser un martirio: lo contrario a los muertos es la geometría, la matemática, el ejercicio aséptico de la composición lineal. La taxidermista morbosa, para existir, tenía que asociarse con la arquitecta fría y formal, amante de la recta, el blanco, el vacío y el silencio. Lo que hago es superexacto, es lógica pura, intento resistirme a la arbitrariedad: cómo entonces meter muertos en ese universo lógico: generando en ellos el punto inicial injustificable alrededor del cual se estructuraría todo mi universo lógico, pero en función de esa arbitrariedad primaria. Los muertos son ilógicos, todo lo demás –exacto hasta la exasperación– es la excusa para esos muertos. Este trabajo se define en el punto exacto entre la fantasía más dura y la lógica más blanda.

Los ángeles (2013) recibe al visitante con un esqueleto enorme de paraguas;[17] del lado derecho de la galería, una serie de estructuras metálicas bajan desde el techo, de ellas cuelgan fotos de pinturas de ahogados y bosques –“imagen web/pintura/foto de nuevo”, un proceso de mediatización que pone en evidencia los medios–. En principio, la historia de Los ángeles queda en segundo plano, “la trama narrativa parece asfixiada por las tramas lineales que producen las formas”, todo está ejecutado con absoluta pulcritud y bajo un riguroso silencio; las estructuras y las cintas son negras –las paredes absolutamente blancas–; ningún objeto toca el suelo,[18] predominan las líneas, como si los objetos se volvieran dibujos espaciales; se impone, sin duda, la forma, y con la forma, los medios y el lenguaje; aunque, cabe decirlo, la artista nunca pierde de vista “las intenciones y la historia”, actitud que abre un matiz dialéctico fundamental, “hay una muestra dentro de otra, lo narrativo depende de lo formal y viceversa”; y en tanto, además, “lo visible está supeditado a lo invisible”, se hace patente en toda su dimensión el espacio, “es la trama, el recorrido, no el fin de una intriga o el hotel que nos espera”.

7.
Telleria se encuentra profundamente apegada al objeto; en este sentido es realista: trabaja sobre elementos ya construidos –viejos marcos de madera, hojas de árboles, ramas, camas, jarrones, edificios, crucifijos, pelotas, etc.–; lejos de imitar la realidad –suponiendo que fuese factible–, pretende intensificarla, con plena conciencia de que esas operaciones pueden hacer vibrar la nostalgia o revelar la fragilidad de las cosas; descubre posibilidades en los residuos u objetos banales, siente que el mundo está a su disposición para hacer lo que quiere ver –qué es lo que ve sería una buena pregunta y cómo lo ve sería incluso mejor–, no ex nihilo, sino con las cosas que encuentra: en su trabajo predomina un gesto afirmativo, aseveración que permite –tal vez– homologar el modus operandi de la artista al concepto pagano de Dios propuesto por Nietzsche: “Es la palabra para decir sí a todas las cosas”.
En opinión de la artista, su increíble oportunidad de construir imágenes u objetos se convierte en “casi un superpoder”, y además cree “que la posibilidad de hacer lo que uno quiere ver se acerca a la idea de Dios”. Ése es su Gran plan (2016). Un auto cuya parte interior del techo fue intervenida con un collage conformado por fragmentos de diferentes pinturas barrocas de temas religiosos –monoteístas o paganos– que transforman el auto en una iglesia íntima y móvil,[19] y el techo en una bóveda que debe ser apreciada por el visitante circunstancial –acto irresponsable si el auto mantuviera su funcionalidad original–. Después de su acción, el espacio mutará y nosotros, gracias a su gesto, nos libraremos del agobio de la costumbre –una costumbre, dicho sea de paso, que resulta imprescindible para sobrevivir–. Telleria interviene en un mundo forzado por el hábito y abre la posibilidad del devenir, “¿por qué condenar a un objeto a una forma eterna, a un constante modo de estar?”.

8
En la plaza del ex Hotel de Inmigrantes, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Telleria instaló un conjunto de diez mástiles de veleros de aluminio de diferentes secciones y obenques de acero inoxidable, con alturas variables, y una placa con la inscripción “Dios es inmigrante” (2018), obra que se introduce en la firme obsesión argentina por la construcción de una identidad nacional –forjada al calor de las olas inmigratorias europeas: los argentinos descendemos de los barcos, inocente o cruel apotegma dependiendo del lente con el que se lo lea– y resignifica su producción anterior –Las noches de los días, intervención sobre el Museo Castagnino (2014), y Tumba del Soldado Desconocido, réplica exacta de la llama votiva del Monumento Nacional a la Bandera instalada en el patio de la sede de la Presidencia de la UNLP (2015)– en cuanto a un eje estructurante de su obra –no mencionado hasta ahora, si bien sugerido–: la ambigüedad. Lo llamativo del caso reside en que en esta alusión la artista trasciende la ambigüedad formal y material, e incluso las posibilidades hermenéuticas de su obra en un espacio público –según ella, ciento por ciento claras–, para adentrarse en un equívoco sobre la elección del título y del modo de presentación de su trabajo. Para Telleria su instalación es un monumento. Y de esa designación –monumento, no obra– brota la ambigüedad. Ella escribe: “El espectro simbólico se amplía, la intención artística se camufla, se mezcla, se vuelve anónima e irreconocible en pos de levantar un monumento concebido como si un organismo regulador estatal hubiese mediado el encargo”. El fragmento demuestra su afán de hacer pasar una cosa por otra: el concepto de monumento tranquiliza al visitante ocasional –¿qué reacción tendría al enterarse de que eso es una obra de arte?–, todo está en su lugar; pero las apariencias –a veces– engañan. Telleria confunde y se confunde. Ejerce la prestidigitación.
La otra traza de ambigüedad irrumpe en el título. Inmigrante es quien ha debido mudarse. Trasponer una frontera. Cruzar los límites. El inmigrante ordinario vive sin tierra firme. Extranjero en todas partes. Desclasado. Desubicado. Fuera de lugar. Señalado constantemente por sus faltas, como quien lleva una cruz, su desubicación resultará evidente –lengua, color de piel, vestimenta–. En cambio, Dios, creador único del universo, sería Aquel habilitado para transitar sin pasaporte –o con todos los pasaportes– el mundo. Ser portador de una ciudadanía plena, cosmopolita ideal, figura ubicua. Ahora bien, bastaría con quitarle a Dios su atributo creador –el mundo existe a pesar o más allá de Él–, para convertirlo no solo en inmigrante, sino en un inmigrante extremo, ilegal, indocumentado, pero ¿quién se atrevería a deportarlo?[20]

9.
¿Qué sentido tiene detener la construcción en un momento puntual? “Hágame un carrusel hasta ahí”, reclama la artista en su obra Somos el límite de las cosas:[21] exige un corte –hasta ahí– para producir un objeto, pero un objeto anómalo, a medio terminar, en suspenso. Y es en esa anomalía o suspenso, en ese punto crucial entre el ser y el no ser, donde Telleria opera e insiste, “¿cuándo comienza algo a ser y a partir de qué deja de ser?”, pero insiste ¿para saber qué?, ¿para llegar a dónde?: “Somos detectives de lo que hay, sospechando siempre que eso no puede ser todo”. Un detective recaba datos a fin de resolver un asesinato –el de Dios, por ejemplo–. Sospecha, debe reconstruir un camino a partir de los indicios que encuentra para averiguar aquello que falta, la última pieza del rompecabezas. Sin embargo, durante la búsqueda se impone la desalentadora sensación de que siempre permanecerá perdido un fragmento. Lo inconcluso se hace carne, “somos restauradores de lo que vemos, el objeto en este caso se nos presenta incompleto”; al mismo tiempo, una esperanza, “su identidad se sigue reconociendo”. Una identidad que introducimos nosotros, puesto que “somos el límite de todo lo que existe y va a existir, no de un modo filosófico, sino terriblemente práctico. Nada en el mundo está sin pedirnos que completemos y seamos testigos de su estar acá”; en una palabra, y trazando una parábola nietzscheana, la concepción de la artista parece atribuir a Dios un ADN en común con el ser humano.

10.
Telleria quiere “hacer aparecer lo que no es”, ¿lo que todavía no es o lo que ya dejó de ser? Nadie conoce –y menos aún ella– a ciencia cierta la respuesta correcta, por lo que vamos a definir la cuestión valiéndonos de un dudoso criterio: la nostalgia. En el final de este recorrido, la interpretación con mayor carga nostálgica gana la partida, “hacer aparecer lo que no es” significa para Telleria orientar todo su esfuerzo para que algo de lo que ya fue –dejó de ser– vuelva, regrese, resucite; en definitiva –y con el riesgo propio de cualquier conclusión–, la artista se resiste mediante su trabajo a la pérdida: “Si no queremos que muera hay un punto de la cosa hasta donde se debe llegar”; ella dice –y hace– hasta ahí, acción que condensa un sentimiento inexpresable: “Es una sensación de casi fin lo que define ese momento”, y, en consecuencia, opera con el objetivo de que el fin se retrase; hasta ahí significa anticiparse a la muerte, como si Telleria confesara: que se muera hasta ahí, porque no quiero enfrentar nunca el tiempo efectivo del duelo.[22]

__
[1] El municipio de Rosario cuenta con casi un millón de habitantes, es la tercera ciudad en número de pobladores de la República Argentina.
[2] Un programa de televisión llegó a formular la pregunta: “¿Arte o falta de respeto?”, con el objetivo de activar un debate obturado desde el principio por el mismo interrogante. Los periodistas salían a la calle a entrevistar transeúntes. Resulta paradigmático el caso de una mujer mayor que, al ser consultada acerca de la intervención al museo, respondió: “No me gusta, no entiendo el sentido”. ¿Por qué la necesidad de encontrar un sentido para disfrutar? ¿O es un arma de protección masiva? El sentido claro y distinto calma, seda, lima lo revulsivo de un proyecto artístico, tranquiliza al espectador. El sentido habilita la comunicabilidad: esto es esto. La palabra fluye. Nadie desea ningún obstáculo. Nada de opacidad, oscuridad, ni hermetismo. El imperativo de la transparencia se erige en ley universal. ¿Cómo ofrecer, entonces, una resistencia a la tiranía del sentido? Por otro lado, ¿cuáles son las tácticas para crear sentido? El filósofo alemán Ludwig Feuerbach descubre que la esencia de la religión es la antropología, sentimientos básicos de la naturaleza humana proyectada sobre una deidad; el ser humano ha creado a Dios, pero por una inversión casi inevitable Dios se vuelve su creador. Los efectos reales de esta operación solo pueden percibirse merced a un olvido de la inversión. Algo de esta cuestión intuye Mariana: “¿Entendemos antes de amar lo que amamos? Me sorprende muchísimo la necesidad de entender que tenemos todo el tiempo, parece que todo debe reducirse a una fórmula matemática. Creo que a la mayoría de los mortales se nos escapa el entendimiento de todo aquello que tiene que ver con el placer. Parece que nos da miedo dejarnos caer en el misterio que plantea lo extraño, lo raro, lo incomprensible”.
[3] Los efectos sobre la opinión pública eran un aspecto fundamental de la obra; de hecho, el proyecto se prolongó en una voluminosa publicación distribuida en el marco de la muestra Témpano. El problema de lo institucional, MACMO, Museo de Arte Contemporáneo de Montevideo, Uruguay, que recopiló desde comentarios en Facebook hasta artículos aparecidos en los diarios de mayor tirada de la ciudad. Las disímiles y extremas repercusiones deberían explicarse al menos mediante tres factores. Primero, la mala reputación del color negro que remplazó al blanco –el reclamo principal se concentró en la destrucción del matiz original del edificio, cuando la verdad era que el color blanco de la piedra había dejado de ser virgen décadas atrás, por lo que resultaba imposible mantener intacto algo perdido de antemano–. Segundo, atado al anterior, el argumento de que el dinero de la gente no debería utilizarse para destruir el patrimonio histórico –argumento falso desde el origen–. Tercero, la idiosincrasia rosarina. Por un lado, las autoridades fomentaron la intervención al dar el visto bueno para la consumación de un proyecto básicamente problemático; por otro, parte de la comunidad –artística y no artística– mantiene una férrea resistencia a modificar determinadas costumbres.

Lo cierto es que este combo de tensiones y resistencias terminó siendo una variable positiva en tanto el proyecto alcanzó niveles de discusión que sobrepasaron los límites del campo del arte.
[4] Publicado en la edición rosarina del diario Página/12 el 3 de septiembre de 2014.
[5] Cuando alguien pronuncia la palabra Dios en nuestro país la referencia inmediata e inequívoca apunta al Ser Supremo instituido por la Iglesia Católica; nadie –o muy pocos–, al leer “es lo más cercano a la idea de dios”, pensaría, por ejemplo, en Alá –que probablemente sea otro nombre para la misma cosa–. De todas maneras, Mariana, en el mail, escribe Dios con minúscula, decisión que abre un interrogante sobre su concepción.
[6] Estos títulos suenan como una especie de plegaria; con ellos la artista parecería buscar a Dios mediante la palabra. Nombra lo que quiere ver y ese nombre trastoca la imagen, ya que el título no es nada exterior a la obra. Éste es un dispositivo clave del campo desde Duchamp, quien pretende “llevar la idea del espectador a otras regiones más verbales”, incluso “privilegiar la leyenda sobre el dibujo”. Así, la utilización de títulos no descriptivos adquiere la misma función que un color invisible: se convierte en parte de la materialidad, sin contar –al menos de manera evidente– con ninguna materia.
[7] Tarea ardua, particularmente después de la célebre postulación nietzscheana impresa en el aforismo 125 de La gaya ciencia, en la que el filósofo alemán firma el acta de defunción de Dios: la muerte de la metafísica.
[8] Friedrich Schelling sostiene la hipótesis de que Dios creó el mundo “para salvarse de la locura”; según Slavoj Žižek, un reajuste de la idea en terminología psiquiátrica actual diría: “La creación habría sido una especie de ‘terapia por el arte’ divina”. Seguramente Mariana pensaría que el hombre creó a Dios para salvarse de la locura.
[9] Nietzsche define a Dios como “un pensamiento que vuelve torcido todo lo derecho”.
[10] El origen es lo que se perdió. En este sentido, resulta sugerente el título Antes de nuestro nacimiento (2016) –o sea, antes de nuestro origen–: un candelabro de estructura metálica formado por neumáticos quemados, faros y luces traseras de automóviles, ramas, parabrisas rotos, cristales, elementos estructurales de automóviles y objetos personales. La primera interpretación gira en torno a la pérdida provocada por un accidente, los restos que quedan –pendientes– de él. Una representación de la tragedia prolija y formal. Sin embargo, una pregunta nos inquieta: ¿qué había antes de que existiéramos?; restos, fragmentos, pedazos imposibles de juntar; ¿y si, en realidad las cosas comienzan –y no terminan– con un accidente? Tal vez Dios sea uno de los nombres para ese azar.

Mariana explora la primera vez o lo que había antes porque allí podría estar la clave para responder interrogantes que permanecen irresolubles; ignoramos el motivo de nuestra estadía en el mundo y suponemos que algo de nuestro pasado debería proporcionarnos la explicación. Buscamos, aunque sabemos que no vamos a encontrar, y Mariana intuye que en esa búsqueda frustrada se dará, de algún modo, el encuentro. Pero no el encuentro concreto, ni con Dios, ni con la primera vez, porque justamente Dios sería aquella fórmula capaz de explicar algo antes de nuestro nacimiento; Dios es lo que está antes y es la primera vez, y, al mismo tiempo, constituye solo un deseo. Todo y nada.
[11] Una experiencia similar figura en El oficio de vivir, diario que escribió Cesare Pavese hasta su muerte: “20 de febrero de 1946. Estamos convencidos de que una gran revelación solo puede nacer de la obstinada insistencia en una misma dificultad. Nada tenemos en común con los viajeros, los experimentadores, los aventureros. Sabemos que el modo más seguro –y más rápido– de quedar pasmados consiste en mirar, siempre impertérritos, el mismo objeto. En determinado momento nos parecerá –y éste es el milagro– que nunca lo habíamos visto”.
[12] “La idea de dios, para mí, es el trabajo, darle una nueva vida al objeto, reanimarlo, hacerlo caminar entre mis muertos”.
[13] En la misma entrevista, Mariana agrega: “Lo del museo de negro también es eso, cambiar algo de color, la acción es muy simple, me encanta la simplicidad que te abre, que te construye de verdad otro mundo dentro del mundo”.
[14] Un hombre anhela, sin esperanza, retener en la memoria la figura de su amada muerta, Beatriz Viterbo; él sabe que, cada segundo, el devenir demencial y constante del universo lo separa un poco más de ella, nada es suficiente para luchar contra el paso del tiempo: ni las visitas a la vieja casa, ni recordar momentos maravillosos, ni revisar antiguas fotografías, Beatriz parece estar perdida para siempre. Sin embargo, el primo de la mujer le ofrece una posibilidad: existe en el sótano de la casa un Aleph, “uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos”. El hombre –atravesado por la tristeza y la sensación de que el primo estaba loco– acepta bajar, acomodarse de una forma particular –incumplir con esa forma implicaría volver invisible el Aleph– y ver que “cada cosa era infinitas cosas, porque yo, claramente, la veía desde todos los puntos posibles del universo”. Y entre todas las cosas que ve, distingue, fantasmal, una parte terrible de lo que Beatriz había sido.
[15] Mariana había explorado este método en la obra Estás en todos lados –pieza incluida en la instalación Dios cree en mí–, cuando construyó con el respaldo de una cama un objeto en forma de cruz muy similar a un ángel. Otra vez una cama, espacio en el que, generalmente, nacemos y morimos. La cama es también la representación del lugar de la melancolía y la depresión. De allí, sin un deseo, somos incapaces de levantarnos. La cama es nuestra cruz. Pero esta interpretación elemental quizás sea producto de mis propios intereses sobre el tema; lo que predomina aquí, según Mariana, es la forma, lo demás viene después.
[16] En términos del filósofo panteísta Baruch Spinoza, conatus, inclinación innata de la materia a continuar existiendo o persistir en su ser.
[17] La pieza se titula Imaginar la fe –y desde un punto de vista distinto simula ser una enorme araña–: “Me gustan las estructuras de las cosas, sus esqueletos, sus bordes, me acuerdo de la calesita, la lámpara gigante con forma de barco, las cajitas y libros calados”. Pero lo cierto es que a la artista no le “interesa como esqueleto de un paraguas, sino como forma que ayuda, completa y acompaña otras”. A ella le importa en cuanto línea, y “el dibujo que logra dentro del espacio” resulta ser “un eufemismo visual de todo lo que pasa en el resto del espacio. No es el esqueleto de una idea, sino su fantasma”, es decir, la semblanza de lo que alguna vez fue.
[18] Consigna fundamental y epifánica de Mariana: “Nada va a tocar ni las paredes ni el suelo”.
[19] De tanto en tanto tengo la impresión de que la obra de Mariana es una revisión perversa de la iconografía religiosa. Vale aclarar, para evitar confusiones, que excluyo del campo semántico del término perversa cualquier connotación negativa, más bien apunto a algo que cuestiona las costumbres, pervierte el orden establecido y corrompe el estado habitual de las cosas, un gesto recurrente en su práctica artística, cambiar los objetos de lugar, poner algo donde no va, ¿humor?
[20] Otra clave interpretativa: en Juan 4:7-9 se afirma: “Dios es amor”, y en la línea siguiente: “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él”. Sabemos que la particularidad de Dios es su Santísima Trinidad, Dios es uno y trino: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. De acuerdo con esta lógica, el Hijo de Dios, o sea Dios mismo, deviene inmigrante, al verse obligado a abandonar la patria de su Padre. Quizá Samuel Beckett nos ofrezca la oportunidad de conciliar la propuesta bíblica y el título elegido por Mariana cuando define al amor como una forma increíble de exilio.
[21] Existen dos esculturas bajo ese título. En este caso nos referimos a una estructura inacabada con forma de carrusel, del año 2011. La otra, de 2014, se asemeja a un barco en el instante exacto en el que se viene abajo, un desastre en suspenso, al borde de la caída; sin embargo, nadie negaría tajantemente que vemos el barco justo en el momento de su emergencia después de naufragar, ¿cuál elegimos? En todo hay solo una certeza: al espectador no le alcanza con mirar hacia el horizonte, debe levantar su vista si quiere contemplar algunos detalles.
[22] Los puntos 7 y 8 parecieran contradecirse –situación que no constituiría un problema per se–. En el punto 7 sostengo que Mariana desata las posibilidades del devenir, y en el 8, que intenta ponerle freno al cambio. No obstante esto, hay un tema común, en ambas acciones asoma la pérdida como aquello que se busca reparar: haciendo aparecer lo que no es, es decir, lo que ya se perdió, o, de algún modo, anticipándose a ella, ganarle de mano. Antes o después, pasado o futuro, Mariana siempre opera desde un presente a partir del cual se resiste; su producción –arriesgo– es el resultado de una resistencia.

Mariana Telleria, or the Search for God. Manuel Quaranta

We are forever looking for the absolute but all we find are things.
Novalis

1.
One cold morning at the end of August 2014, the city of Rosario[1] woke up to a shock: the venerable Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino had changed colour. It had been painted entirely in black. The action had been conceived years before by the artist Mariana Telleria for her project Las noches de los días [The Nights of Days]: “I seek to reduce emotional potential to a minimum; let it be a cut and dried action that only leaves room to focus on the architectural form and the effect of light and shadow on the building across a day.” At first, however, the general reaction was nothing but emotion—later, things calmed down—as a raging controversy broke out, fanned by the media.[2] A crowd of citizens accused the artist of being a subversive, among other things. Meanwhile, across the street, other citizens from the art world demonstrated in favour of the project. Rosario had been shaken up,[3] everyone—both defenders and detractors—wanted to go see. Amid the turmoil, a mutual friend thought it would be a good idea to ask me to write something:

Telleria has decided to challenge the apparent permanence of things to expand our senses and blow up the supposed solidity of the world … She chose to paint the Museo Juan B. Castagnino black. Black? Grief, melancholy, poverty, darkness, fear, sadness. How might one overturn the negative connotations that the West has assigned to the colour? … (If, as Telleria says, “black is the most obvious renunciation of colour and all forms of exhibition,” does her intervention mean that the museum is hiding itself away or exposing said act of concealment? Can an artist make a piece of property move just by calling attention to it?) … Something is happening. Something expands—the concept of art? It is a subjective and objective expansion. Trans-valuation: a public space designed to house artworks becomes an artwork in itself. The action doesn’t just produce an obvious change in the museum façade; it also works a change within us. Alejandra Pizarnik would agree: “A gaze from the sewer / can be a vision of the world / rebellion is staring at a rose / until your eyes are crushed.”

After reading the text,[4] Telleria sent me an email: “I admit that words aren’t my favourite language, but I’ll sign off with one of our (evidently) beloved Alejandra’s maxims: ‘You write poems because you need a place to be something that isn’t.’ It’s the closest thing to the idea of God and religion in my life and, especially, in my work.”

2.
For Saint Augustine, the leading thinker—along with Saint Thomas—of Christianity, faith means looking for God[5] everywhere, wandering around on permanent pilgrimage. Faith means maintaining our thirst for Him even though we can never know Him in his true splendour. This search, thirst—obsession—can also be found in Telleria’s work, even though she is a non-believer. Titles such as Estás en todos lados [You’re Everywhere, 2010], La evolución de Cristo [The Evolution of Christ, 2014, 2016], El primer momento de la existencia de algo [The First Moment of Something’s Existence, 2013], Buscando a Cristo en todos lados [Searching for Christ Everywhere, 2014] and Dios cree en mí [God Believes in Me, 2012][6] are evidence of this. Of course almost seventeen centuries lie between the exhortations of Augustine—saint, father and doctor of the Catholic Church—and the atheist artist’s project. It might thus be relevant to try to answer—like a contemporary Pierre Menard—a question: What God is Telleria looking for when she sets out to find God?[7]

3.
Chapter 1 of Genesis describes the creation ex nihilo of the world: “In the beginning, God created the heavens and the earth.” A decision that produced a new order. “And God said: ‘Let there be light, and there was.’” The decision was a Word and that is why the Word of God is the first artistic performance of history—does that make God the first Poet? With his Word, God made the world. The problem was that “the earth was shapeless and empty and a fog spread across the face of the abyss.” So, not satisfied with saying and making light, “God saw that the light was good; and God separated the light from the darkness … and God called the light ‘Day’ and the darkness ‘Night’.” God names and in naming makes. The Word of God, as soon as it is uttered, has infinite creative potential.[8]
El primer momento de la existencia de algo is a performance piece in which a young man spends nine hours practicing the iconic trick of quickly removing a tablecloth without disturbing the crockery on top. The artist wrote: “The visitor witnesses a private fragment from a working day, as though the River Plate stadium were my studio. The spectator doesn’t see a beginning or end; both extremes of the day play out for me and me alone.” Telleria transformed the River Plate stadium into an intimate event, making it a space where the beginning and end grew blurred. She wants to control how events play out, she feels that the extremes, beginning and end, are just for her. Birth and death. And so she conceives of a “metaphysical situation, simple in its complexity, like the principles with which we seek to explain the universe”—the Big Bang, for example. She tries to control the situation and also to put herself to the test against a monumental stadium, which was about to bear witness to an odd feat: “At River Plate something is happening that shouldn’t happen and the action is taking place somewhere where it shouldn’t”;[9] displacements, disconnects, the artist manages to disorient a space so as to shift it somewhere else. “The trick, the kid and the stadium have an unnatural relationship,” none of their essences fits, “it all becomes useless and conflicted.” What might the kid expect if he actually manages to do it successfully? Not recognition: “A person in perfect solitude makes something immediately apparent: the lack of functionality of the deed in a place where there should be 70,000 spectators rather than just two.” In addition to the solitude of one person—the kid—Telleria suggests the possibility of two. The kid and the camera? The kid and her? The kid and God? Her and God? One and two? The artist is working with these different possibilities, allowing us to “perceive maximum intensity—70,000 absentees, the big explosion—but also the idea of the minimum—two people present, an elemental particle—at the same time.” Both extremes coexisting to reveal a coded exploration of the following questions: What was it like the first time? How can we bring something that was lost back into the present?[10]

4.
Joseph, Jesus’ putative father, was a carpenter, so the Bible tells us. The Gospels use the word tekton to describe his trade: a craftsman who works with wood to transform it. If we were to visit his workshop we’d find a set of basic tools to achieve the purpose: saws, chisels, hammers, glue, nails. Something of this trade—which is related to making, to modes of making—is present in Telleria’s modus operandi: “My hands are my best technology. I am a mental artisan, I work thinking about my materials, directly linked to what’s there in front of me, but thinking comes before the hands: what can I do with this or that which I’m observing?” Estás en todos lados could well be an archetype for the process described: the artist could be seen “tidying up” her studio and putting some frames against a wall before throwing them away. “I’m about to throw you away,” she warned them. “Almost like a crazywoman talking to herself through objects,” and then proceeded to stare at them throughout the day. “It was as though I was giving them a last chance,” because “what you want to do is already contained in the object, there’s a latency that you reveal through mental labour. My ‘appropriation’ is the latent possibility that intellectual effort extracts from the object, meaning that in a way ‘what I find’ is already there,[11] I just need to bring it out, make it potent in the act, and that’s just work, work work.”[12] So, she remembers, at one point “I looked at them projecting an infinite number of potential ideas until I thought of cutting them into four and boom! If I cut them into four pieces and place them at right angles, I can make a cross. Making a cross out of a picture frame, thence the idea that ‘you’re everywhere,’ the idea of ‘god’ being everywhere. It sounded like a simple but also very effective idea about the infinite number of ideas that one can come up with.”[13]
A simple idea, a small gesture, cutting and joining something together to create a never-ending artwork whose title refers to one of the attributes of the Supreme Being: the gift of ubiquity. We are, by definition, unable to escape the gaze of God—the Book of Psalms 139 sums this up with a question: “And where shall I flee from your presence?”  Ubiquity is a central difficulty in all poetic practice, think of the avant-garde slogan about uniting art with life: You’re everywhere, a voracious blob swallowing up every last nook and cranny. You are everywhere—an Aleph—in the home, the museum, the sky, the mind. Where does it begin and end? Where is it inside and where outside? Where is it above and where below?

5.
Anaxagoras stated that everything was in everything; a kind of pantheism avant la lettre, diametrically opposed to Saint Paul’s concept, which is that everything is in God, and not in nature. The Greek philosopher is quoted in Telleria’s notes on her artwork Morir no es posible [Death is Impossible, 2013], an object made from a bed cut into four parts and crossed over. What springs from the cut? Something new underlying the bed: “Can a bed hide a weapon?” Telleria asks eloquently, depriving the object of its initial function, stimulating us with the calculated thesis—“everything is in everything”[14]—and the ontological path of things moving onto their next fate, like a God who never rolls the dice without loading them first. So, the object ceases to be a bed, but that status is still there. In one way or another things are never completely over—in both senses of the term—something of them always remains safe from the corrosive action of time, something survives the transformation,[15] “there’s something in things that never dies. That, too, is what god is to me.”[16] “Transformations are infinite,” says the artist. “Nothing ever stops giving birth to something else and there will never be a complete separation or disaggregation from objects. Things have a kind of zenith, the highest point of the sky; eluding uses, transformations, natures and morphologies, there’s something about them that is romantically untouchable, that saves them from death and allows them to go on being recognized by the visitor, who can see what it once was and what it is now and experience the journey as something comfortable and natural.”

6.
I came across images of the suicide forest, a forest in Japan that people go to to commit suicide, and I was immediately struck. Images of death and the dead, which joined other similarly tragic images. I wanted to use them, but how? Where? I was trying to make things difficult for myself with those images, I had to modify the space so that the images could become a part of my functional world. Trying to conquer a space, the space as part of an idea, not just a place that contains things. It’s a specific artwork for a specific space that works with strategies of appropriation: the idea must confront the space. The thought appears when a plan is generated along with a plane; a map where I can later act more irrationally, more impulsively, with another kind of intelligence related more closely with intuition and nature. All the spatial aspects of Los ángeles [The Angels] are my answer to these two questions: where and how to use dead people who, in theory, didn’t really have any business being there.
All that space was designed so that the dead could exist without being martyrs: opposing the dead is geometry, mathematics, the aseptic exercise of linear composition. To exist, the morbid taxidermist had to be associated with the cold, formal architect, the lover of the straight line, white, the void and silence. What I do is extremely exact, it is pure logic. I try to resist being arbitrary: so how could I introduce the dead into my logical universe? By creating within it an initial unjustifiable point from which I could then build logically outward. But it was based on that initial randomness. The dead are illogical, everything else—which is exact to a fault—is an excuse for using the dead. This artwork is defined at the exact point where the hardest fantasy and softest logic come together.

Los ángeles (2013) greets the visitor with an enormous skeleton of an umbrella.[17] On the right side of the gallery, a series of metallic structures come down from the ceiling with photographs of paintings of drowned people and forests dangling from them—“internet image/painting/photograph again,” a mediation process that makes the medium clear. At first, the story of Los ángeles is relegated to a secondary plane, “the narrative appears to be suffocated by the linearity of the forms,” everything is done neatly and in rigorous silence. The structures and ribbons are black—the walls are completely white—nothing touches the floor.[18] The lines are dominant, as though the objects had become spatial drawings: form certainly is dominant, and with the form come the means and the language. And yet it is important to remember that the artist never loses sight of her “intentions and story,” an approach that opens up an essential dialectical framework. “There’s one exhibition within another, the narrative depends on the formal aspects and vice versa.” Furthermore, “the visible is subordinate to the invisible,” and this becomes clear in all its spatial dimensions. “It’s the plot, the journey, not the end of a mystery or a hotel waiting for you at the end of the day.”

7.
Telleria is deeply attached to the object; in that regard she is a realist: she works with elements that have already been built—old wooden frames, leaves, branches, beds, jars, buildings, crucifixes, balls, etc. Far from imitating reality—even if that were feasible—she tries to intensify it, fully aware that such an act risks succumbing to nostalgia or exposing the fragility of things. She sees potential in waste or banal objects, she feels that the world is available to her to make what she wants to see—what it is she makes would be a good question, and how she sees an even better one. Not ex nihilo, but with the things she finds: in her work the affirmative gesture is dominant, statements that—perhaps—make it possible to ratify the artist’s modus operandi with the pagan concept of God proposed by Nietzsche: “It is the word with which we say yes to all things.”
In the opinion of the artist, her incredible ability to construct images and objects becomes “almost a superpower,” and she also believes that “the possibility of making what one wants to see comes close to the idea of god.” That is her Gran plan [Grand Plan, 2016]. A car whose interior ceiling was covered in a collage made up of fragments of different Baroque paintings of religious themes—monotheistic and pagan—that make the car into an intimate, mobile church,[19] and its ceiling a vault that must be appreciated by the casual visitor—an irresponsible act if the car retains its original function. After her intervention, the space changes and we, thanks to her gesture, free ourselves from our customary bewilderment—a custom, by the way, that is essential to our survival. Telleria steps into a world distorted by habit and offers the possibility of a new path. “Why condemn an object to be the same thing forever, to a constant mode of being?”

8
In the plaza of the former Hotel de Inmigrantes, City of Buenos Aires, Telleria assembled a set of ten aluminium masts and stainless steel shrouds of varying heights and a plaque with the inscription “God is an immigrant” (2018). The artwork addresses the fixed Argentinian obsession with the construction of a national identity—forged in the heat of waves of European immigration: Argentinians are descended from the boats, an innocent or cruel maxim depending on how you look at it, giving new meaning to her previous works—Las noches de los días, the intervention with the Museo Castagnino (2014), and Tumba del Soldado Desconocido [The Tomb of the Unknown Soldier], a succinct reply to the votive flame at the Monumento Nacional a la Bandera installed at the headquarters of the Presidency of the UNLP (2015). This is a key pillar of her artwork; although it is not mentioned explicitly, it is certainly suggested: ambiguity. The notable aspects in this case are the choice of title and the way her work was presented, her allusions transcend formal and material ambiguity and even the hermeneutic potential of placing the artwork in a public space—and yet she thinks she’s being hundred per cent clear. Telleria saw her installation as a monument, and that designation—monument rather than artwork—gives rise to ambiguity. She writes: “The symbolic spectre expands, the artistic intention is concealed; it blends in and becomes anonymous and unrecognizable as one builds a monument that might have been conceived by a state regulator.” This fragment demonstrates her willingness to make one thing pass for another; the concept of the monument reassures the casual visitor—how would they react if they knew it was a work of art? Everything is in its place, but appearances—sometimes—can be deceptive. Telleria confuses and allows things to be confused. She is a prestidigitator.
The other trace of ambiguity arises from the title. An immigrant is someone who has been forced to travel and cross a frontier. To cross boundaries. The ordinary immigrant does not live on firm ground. They are a foreigner wherever they go. With no class, roots or place. Always defined by their faults, like someone with a cross to bear, they clearly don’t belong—because of their language, the colour of their skin, the way they dress. God, in contrast, the only creator of the universe, is someone who can move around without a passport—or with every passport in the world. He enjoys full citizenship, he is the ideal cosmopolitan, a ubiquitous figure. But all one has to do is remove God’s power of creation—the world would exist with or without him—to make him not just an immigrant but an extreme immigrant: illegal, undocumented. And yet who would dare to deport him?[20]

9.
What is the meaning of stopping construction at a certain moment? “Make me a carrousel but only so far,” says the artist in her work Somos el límite de las cosas [We Are the Limit of Things],[21] in which she halts proceedings—only so far—to produce an anomalous object, something half-finished, something stopped short. And it is in that anomaly, or suspended state, in that crucial place between being and not being where Telleria works, asking the question, “When does something start to be and when does it cease?” And she asks it again and again. What does she want to know? What does she want to achieve? “We are detectives investigating what there is, forever suspecting that there must be more to it.” A detective gathers clues to solve a crime—the murder of God, for instance. They have their suspicions and must reconstruct a path from the information they find to work out what is missing, the last piece of the puzzle. However, during the search they get the deflating feeling that a key fragment will always elude them. The inconclusive made flesh, “we are restorers of what we see; in this case, the object appears to be incomplete.” But there’s also hope: “The identity is still recognizable.” An identity that we have introduced ourselves, given that “we’re the limit of everything that exists and will exist, not in a philosophical way, but a terribly practical one. Nothing in the world exists without asking us to complete it and witness its being here.” In a word, in accordance with the Nietzschean parabola, the artist appears to be saying that God shares DNA with humanity.

10.
Telleria wants “to make appear what isn’t,” what isn’t yet or what no longer is? No one knows—especially not her—for sure what the right answer is, so we shall define the question through dubious criteria: nostalgia. At the end of this journey, the interpretation with greatest nostalgic weight wins the day. “Making appear what isn’t” means, to Telleria, directing all her efforts towards making something that already was—that has ceased to be—come back, return, resuscitate. Effectively—at the risk of coming close to a conclusion—in her work, the artist is trying to combat loss: “If we don’t want it to die there is a point in the thing that must be reached,” she says—and does. Only so far, an action that sums up an inexpressible feeling: “The moment is defined by the sensation of a near ending,” and in consequence the objective is to delay that end. Only so far means anticipating death, as though Telleria were making a confession: it can only die thus far, because I never want to have to deal with a period of mourning.[22]

[1] The municipality of Rosario has almost a million inhabitants, making it the third largest city in Argentina in terms of population.
[2] A television programme asked the question: “¿Art or a lack of respect?” supposedly trying to stimulate a debate that was stifled from the outset by the initial question. Journalists headed onto the streets to interview passers-by. A typical case was that of an older woman who, when asked about the change in the museum’s façade, answered: “I don’t like it, I don’t understand what it means.” Why do we need meaning to enjoy something? Is it a weapon of mass protection? Clear, differentiated meaning calms, soothes, and polishes the objectionable aspects of an art project, reassuring the viewer. Meaning enables communication: this is what it is. Words flow. Nobody wants to put an obstacle in its way. No opacity or darkness, nothing hermetic. The imperative for transparency has become a universal law. So how can we resist the tyranny of meaning? And also, what tactics are used in the creation of meaning? The German philosopher Ludwig Feuerbach believes that the essence of religion is anthropology; basic feelings of human nature projected onto a deity. Human beings have created God but, in an almost inevitable conversion, God becomes their creator. The real effects of this operation can only be perceived by forgetting the inversion. Mariana seems to address this issue: “Do we understand what we love before we love it? I am always surprised by our apparent need to understand, it’s as though everything can be reduced to a mathematical formula. When it comes to anything related to pleasure I think that most mortals are bereft of understanding. It seems as though we’re afraid to let ourselves succumb to the mystery of the strange, the weird, the incomprehensible.”
[3] The public reaction was a fundamental part of the artwork. In fact, the project was continued in an extensive publication distributed during the exhibition Témpano. El problema de lo institucional [Floe. The Problem with Institutions], at the MACMO, Museo de Arte Contemporáneo de Montevideo, in Uruguay, which reproduced texts ranging from comments on Facebook to articles in the city’s bestselling newspapers. The very different and extreme reactions can be explained by at least three factors. First: the poor reputation of black, which had replaced white—the main complaint centred around the destruction of the original look of the building when in fact the white stone had been painted over decades previously, meaning that people were calling for the preservation of something that had already been lost. The second point is related to the first and revolves around the argument that people’s money shouldn’t be used to destroy public heritage—a fatally flawed argument. Third is the idiosyncrasy of Rosario. The authorities encouraged the artwork by approving an essentially problematic project, while the community—artistic and not—was fiercely resistant to changing certain habits. Ultimately, this combination of tensions and resistances ended up being a beneficial variable as it led to the project being discussed outside of artistic circles.
[4] Published in the Rosario edition of Página/12 on 3 September 2014.
[5] When someone says the word God in this country, it is an immediate and unequivocal reference to the Supreme Being of the Catholic Church. No one, or very few, would think when reading, “it’s the closest thing to an idea of god” that the reference was to Allah, for example (although that may be just another name for the same thing). Anyway, in the email Mariana wrote God in lower case, raising more questions.
[6] These titles sound like a kind of prayer; the artist appears to be trying to find God through words. She names what she wants to see and that name distorts the image: the title is very much a part of the artwork. It has been a key device in the field of art since Duchamp, who sought to “lead the viewer’s ideas to more verbal realms,” and even to “prioritize the caption over the drawing.” So the use of non-descriptive titles takes on the same role as an invisible colour: it becomes a part of its materiality even though it has no materiality—not obviously at least.
[7] A tough task, particularly after Nietzsche’s celebrated assertion in Aphorism 125 of The Gay Science, in which the German philosopher signs God’s death certificate: the death of metaphysics.
[8] Friedrich Schelling hypothesizes that God created the world “to prevent himself from going mad”. Slavoj Žižek, drawing on contemporary psychiatric terminology, says: “The creation was a kind of divine ‘art therapy.’” Mariana almost certainly thinks that man created God to save himself from going mad.
[9] Nietzsche defines God as “a thought that distorts all that is right.”
[10] The origin is what is lost. In this regard, the title Antes de nuestro nacimiento (2016)—before our origins—is suggestive: a metal candelabra made up of burned tyres, headlights and hazard lights, branches, broken windshields, windows, chassis parts and personal objects. The initial interpretation is related to what is lost after an accident, the rubble left—dangling—behind. A tidy, formal representation of a tragedy. And yet, a question unsettles us: what was there before we existed? Remains, fragments, pieces that can never be gathered up. What if things really begin—rather than end—with an accident? Maybe God is a name for that random chance. Mariana explores the first time or what there was before because that is where the key to answering questions that seem unanswerable lies. We don’t know why we are here on the earth and imagine that something from our past might provide an explanation. We seek even though we know we shall never find, and Mariana senses that this frustrated search shall eventually lead to an encounter. But not a concrete encounter, not with God or the first time, precisely, because God is the formula that might explain something before our birth. God is what is before, the first time, and also simply constitutes a desire. Everything and nothing.
[11] A similar experience can be found in The Craft of Living, the diary Cesare Pavese kept until his death: “20 February 1946. We believe that a great revelation can only arise out of stubborn effort working on a problem. We have nothing in common with travellers, experimenters, adventurers. We know that the safest—and quickest—way of becoming amazed consists of staring, imperturbable, at the same object. At some point it will seem—and this is the miracle—as though we’ve never seen it before.”
[12] “The idea of god, to me, is the work, giving new life to an object, reanimating it, making it walk among my dead.”
[13] In the same interview, Mariana adds: “The black museum is that too, changing something with colour, a very simple act. I love simplicity, it opens you up, really constructs a world within a world.”
[14] A man seeks hopelessly to retain the memory of his dead beloved, Beatriz Viterbo; he knows that every new second in the demented, constant progress of the universe will take her a little further away from him. Nothing works as he struggles to combat the passage of time: not visits to her old house, or remembering the good times, or looking at old photographs. Beatriz appears to be lost forever. And yet, the woman’s cousin has a suggestion: there is an Aleph in the basement, “one of the points in space that contains every other point.” The man—desperate from sadness but fearing that the cousin is insane—agrees to go down and sit in an odd way—in any other position, the Aleph is invisible. There, he sees that “everything was an infinity of things: I could clearly see them from every possible point in the universe.” Among the things he sees is the ghostly, terrible aspect of what Beatriz had been.
[15] Mariana had explored this method in Estás en todos lados—a piece included in the installation Dios cree en mí [God Believes in Me]—when she built a cross-shaped object similar to an angel out of the back of a bed. A bed once more; a space where we generally are born and die. The bed is also a representation of a place of melancholy and depression. Somewhere from which we cannot get up if we don’t have the will. The bed is our cross. But this basic interpretation may be the result of my own interests; what Mariana sees as dominating here is the form. The rest comes later.
[16] In the terms of the pantheistic philosopher Baruch Spinoza: conatus, the innate inclination of matter to continue existing or persist in existence.
[17] The piece is entitled Imaginar la fe [Imagining Faith]—from a different perspective, it looks like an enormous spider: “I like the structures of things, their skeletons, their outlines. They remind me of a carousel, a giant lamp in the shape of a boat, little boxes and hole-filled books.” But the truth is that the artist isn’t interested in it as the “skeleton of an umbrella, but a form that helps, completes and accompanies others.” She’s interested in it as lines, and “the drawing that occurs in space,” making it a “visual euphemism for what happens in the rest of the space. It’s not the skeleton of an idea but its ghost,” i.e.: a likeness of what it once was.
[18] One of Mariana’s fundamental, revelatory mottos is: “Nothing is going to touch the walls or the floor.”
[19] From time to time I get the impression that Mariana’s work is a perverse revision of religious iconography. It is important to note, to avoid confusion, that for these purposes I exclude from the semantics of the term perverse any negative connotations but rather mean a questioning of customs, perverting the established order and corrupting the general state of things. This is a recurring aspect of her artistic practice: moving things around, placing something where it shouldn’t go. Humour?
[20] Another key interpretation: John 4:7-9 states: “God is love,” and in the following line: “See how God loves us: He sent his only Son into the world so that we might live through him.” We know God’s distinctive nature in the Holy Trinity: God is one and three: the Father, the Son and the Holy Spirit. According to that logic, the Son of God, or God himself, becomes an immigrant forced to leave his Father’s land. Maybe Samuel Beckett gives us a chance to reconcile the Biblical concept with the title chosen by Mariana when he defines love as an incredible form of exile.
[21] There are two sculptures with this title. Here we refer to an unfinished structure shaped like a carrousel from 2011. The other, from 2014, looks similar to a ship at the exact moment when it is sinking, a disaster frozen in time, on the verge of collapse. We are witnessing a boat just at the moment of crisis after the shipwreck. Which do we choose? In everything there is only one certainty: it’s not enough for the viewer to look to the horizon, they must also look upward if they want to see every detail.
[22] Points 7 and 8 would appear to be contradictory—which isn’t an issue per se. In point 7, I say that Mariana unleashes the possibilities of the journey and in 8 that she tries to bring a halt to the change. But there is agreement there: in both acts loss appears as that which we seek to repair by making appear what isn’t. She takes what has been lost and somehow anticipates it, gets ahead of it. Before or after, past or future, Mariana is always working from a present where she can resist; her output—I’d go so far as to say—is the result of resistance.

Contra el vicio interpretativo. Florencia Battiti

“No es cierto que la poesía responda a los enigmas. Nada responde a los enigmas. Pero formularlos desde el poema es develarlos, revelarlos. Sólo de esta manera el preguntar poético puede volverse respuesta, si nos arriesgamos a que la respuesta sea una pregunta”.
Alejandra Pizarnik[1]

En estos tiempos de miseria ideológica y simbólica bien cabe preguntarse por las posibilidades que encuentra lo poético para ser formulado. La expansión desorbitada de la cultura del consumo, la intensificación de los mecanismos de control social, la devastación ambiental, el resurgimiento de nuevas formas de fascismo y la regulación de los vínculos sociales (hasta los más íntimos) mediante mecanismos de mercado son tomados por la mayoría de las personas como “daños colaterales” de un sistema que, se supone, tiende al bien común. ¿Será que, como alguna vez dijo Fredric Jameson, resulta más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo?  Y si bien es cierto que el arte se encuentra inscripto en condiciones de mercado específicas y en ocasiones muy poderosas también es cierto que sigue siendo una práctica que no se resigna al estado de las cosas y se asume como una potencia deseante que rechaza cualquier sistema que se ofrezca como facticidad, como lo simplemente dado.

En el transcurso de los últimos años la noción misma de “arte contemporáneo” viene siendo puesta en cuestión por aquellos artistas que no están dispuestos a aceptarla como definitiva. Hoy ya no se trata únicamente de deambular cuán nómade por diferentes prácticas y disciplinas sino de trabajar con sistemas de producción de obra cada vez más complejos,  expandiendo los bordes de lo que consideramos arte contemporáneo y abriendo cada vez más sus coordenadas de acción. Así, cada nuevo proyecto que se encara es un nuevo sistema que se organiza; y si alguna disciplina sirve como eje o punto de partida, lo hace solo para ser desestabilizada, para ser usada como contraejemplo, como lugar del cual partir para perderse.

Dueña de una intuición poderosa (entendiendo la intuición como una suerte de inteligencia superadora de la razón) Mariana Telleria encara, desde esta perspectiva, la construcción de su proyecto poético. Me gusta pensar en su cuerpo de obra como un proyecto poético (incluso algunos de sus trabajos presentan la concentración y la densidad conceptual propia de la poesía) que apunta, ante todo, a no dejarse atrapar por verdades prefabricadas. No conviene menospreciar el peso abrumador del status quo en relación, incluso, a la práctica artística y lo que se deja ver a lo largo del trayecto recorrido por Telleria es la férrea decisión de sacudirse el “deber ser” del arte contemporáneo como el perro mojado se sacude el agua.

Haciendo un repaso por los últimos diez años de su producción se destacan de inmediato una notable versatilidad escultórico-instalativa, una especial atención a las cualidades sensoriales de las formas y un oscilar desenfadado entre una objetualidad sucia y de cirujeo y la impecabilidad de una obra de factura muy cuidada. Hay en sus trabajos un denodado afán por hacer estallar el lugar común, por deshabituar la mirada de la funcionalidad de los objetos, por arrancarles sus secretos y hacerlos hablar un lenguaje desconocido. Y claro, al deshabituar los usos se deshabitúan también las significaciones, se derrumba el orden establecido y aparece lo poético (y lo político) de su trabajo. ¿Cómo no ver un chispazo poético-político en esa cama matrimonial que bajo los efectos de una “operación Telleria” se convierte en un arma de guerra?

Si en cada objeto se encuentra encriptado su propio valor subversivo, o dicho de otra manera, si en cada cosa anida la latencia de otra identidad (“toda forma guarda una vida” decía Gastón Bachelard), esa facultad se potencia al entrar en contacto con otros objetos. Así, cuando las instalaciones de Telleria ponen las cosas (y sus imaginarios) en relación con otras cosas (y con otros imaginarios) trazan conexiones insospechadas entre los diversos significantes de nuestra cultura (lo sagrado, lo doméstico, lo urbano, lo natural) encendiendo por fricción, por contacto, nuevos destellos de significación. En ocasiones, el chispazo se produce programáticamente en relación al espacio público y/o institucional en el cual el proyecto se inscribe, como sucede con “Dios es inmigrante” emplazado en el predio donde funcionó el Hotel de Inmigrantes en Buenos Aires, hoy Museo de la Inmigración y Centro de Arte Contemporáneo de la UNTREF o la polémica intervención en el Museo Castagnino de Rosario. Esta última fue particularmente certera (“La noche de los días, 2014) al lograr con una gran economía de recursos (la decisión de pintar casi íntegramente de negro la fachada color blanco del museo) un máximo de reverberaciones sociales y políticas[2].

En su reinvención de lo cotidiano Telleria modula frases propias partiendo de un lenguaje dado y en cada nuevo proyecto construye un sistema de significación, como si necesitara dotar al proyecto mismo de un singular y único modo de ser visto y abordado. Para ello se vale, entre otros recursos, de la tensión que surge entre la opacidad de sentido que trasuntan sus operaciones formales y la narratividad de los títulos que le otorga a sus obras. En efecto, Mariana presta especial atención a la complementariedad conceptual entre la materialidad constructiva de sus trabajos y la clave lingüística que ella misma pone en juego al nombrarlos. Así, los títulos operan como infinitos carriles de sentido por donde el espectador es invitado a transitar, con la esperanza de que no escoja ninguno en particular, que no precise alcanzar el sentido definitivo:

“Ojalá la especie humana se dejara caer ante el misterio que las formas proponen sin aprender nada”, anota Mariana en sus apuntes, “pero no, se opta por una resistencia obstinada ante la incomprensión. El vicio interpretativo implica la auto-comprensión y yo no quiero saber nada de mí misma, ni mucho menos del mundo. Vivir me sucede. Pensar me sucede. Actuar me sucede. Hacer me sucede. Soy un personaje más en esta ficción. Un canal, la mensajera de mi propio mensaje”.[3]

Tanto en el arte como en la vida la persecución de sentido se erige como un imperativo e incluso de este mismo texto se espera que ilumine, de alguna manera, el sentido de la obra en cuestión. Pero el proyecto poético de Telleria se obstina tanto en su voluntad como en su resistencia a significar y es precisamente esta premisa paradójica el núcleo medular y energético de su obra. ¿Cómo valerse sino de las operaciones rigurosas del neoconceptualismo insuflándoles el inquietante y desconcertante misterio del surrealismo?

Diez años atrás, refiriéndose a la primera exposición que Telleria realizaba en Buenos Aires, Claudio Iglesias detectaba ciertas tácticas de renovación del lenguaje del “conceptualismo sensible” en las que la emoción no implicaba necesariamente ensimismamiento o autorreferencialidad y las operaciones del neoconceptualismo podían abrirse hacia las problemáticas acuciantes de lo contemporáneo[4].  “El nombre de un país” era el título que Mariana le daba a aquella exposición en la galería Alberto Sendrós y es el mismo que hoy escoge para su proyecto en el Pabellón Argentino en la 58º Bienal de Venecia. Un título sugerente, como casi todos los que utiliza para sus obras, que nombra pero no define y que, tal como sucede con los objetos en su mundo operacional, adquiere nuevas reverberaciones en el marco de un nuevo contexto.

Quizás en esta ocasión más que en ninguna otra, Telleria decidió revisitar su propio archivo de trabajo y hacer un exhaustivo racconto de sus investigaciones: “Lo inesperado y todo aquello que produce información no siempre me sorprende afuera, la mayoría del tiempo lo encuentro dentro de mis búsquedas y en el registro o memoria que sedimentan esas prácticas”[5].

Así, como si tomara un fino cedazo, compendia las principales operaciones formales y conceptuales que ha realizado a largo de su trayectoria, quedándose con las más efectivas y afectivas para construir sus criaturas. Como en toda práctica instalativa, la organización del espacio resulta clave: dispone su bestiario, siete monstruos en total, a modo de procesión, de marcha, de desfile (“con actitud de colección de alta costura”, como ella misma dice), diseñando para cada uno un ropaje particular que deviene paisaje distópico de nuestra civilización. Así, la carnadura de sus bestias se compone de troncos de árbol, fragmentos de autos desguazados, tejidos de fibras sintéticas y naturales, objetos construidos a partir de muebles, neumáticos, espinas, medallas, marcos de cuadros en forma de cruz… Significantes de una sociedad en la que los constantes imperativos de consumo ya no necesitan ser coercitivos porque se encuentran internalizados en los individuos por propio convencimiento. Modernos prometeos (o deberíamos decir “prometeos contemporáneos”) que cifran el deseo acorralado ante la exigencia de optimización, éxito, belleza y eficacia que se cierne sobre los aspectos incluso más íntimos de nuestras vidas.

Monstruos que miran no hacia el futuro sino desde el futuro acechado, como un bucle del tiempo.

[1] Alejandra Pizarnik (1936-1972) poeta argentina que incursionó en las artes visuales de la mano del pintor surrealista Juan Batlle Planas. Entre sus títulos más destacados figuran La tierra más ajena (1955), Árbol de Diana (1962) y Extracción de la piedra de locura (1968).
[2] Como parte de una exposición colectiva realizada en el marco de la IX Bienal Iberoamericana de Arquitectura y Urbanismo, Telleria pintó temporariamente casi la totalidad de la fachada del Museo Juan B. Castagnino de Rosario de color negro, encendiendo con esta acción una acalorada polémica sobre las relaciones del arte contemporáneo y las instituciones públicas que lo albergan. Tal como señala Alejo Ponce de León: “Las noches… lo que hace, finalmente, además de señalar lo que está ahí, es señalar, a través de una disrupción violenta, la existencia de “lo público” en tanto fuerza que construye activamente lo social. Cuando Telleria pinta de negro el museo, lo que se manifiesta además del propio museo, es lo público en toda su complejidad contradictoria (…)”. En “Historia de los milagros” (inédito), 2018.
[3] Mariana Telleria, “Apuntes”, email enviado a la autora el 20 de enero de 2019.
[4] Claudio Iglesias. “Un país posible”, Buenos Aires, Pagina 12, 2 de agosto de 2009.
[5] Mariana Telleria. www.ruthbenzacar.com/artistas/mariana-telleria. Consultado el 26/01/2019.

Against the interpretative vice. Florencia Battiti

“No es cierto que la poesía responda a los enigmas. Nada responde a los enigmas. Pero formularlos desde el poema es develarlos, revelarlos. Sólo de esta manera el preguntar poético puede volverse respuesta, si nos arriesgamos a que la respuesta sea una pregunta”.
Alejandra Pizarnik[1]

In times such as these, times of deep ideological and symbolic misery, the question about the possibilities for the poetic to emerge is a crucial one. The exorbitant expansion of consumerist culture, the escalation of social control mechanisms, the environmental devastation, the resurgence of fascism reshaped and the regulations of social bonding (even at its most intimate levels) through market procedures, are generally considered by the vast majority of people as “collateral damage” coming from a socioeconomic system that’s supposedly aimed towards the greater good. Could it really be, as Fredric Jameson once put it, easier to imagine the end of the world than the end of capitalism? And while it’s true that art is embedded on very specific –and sometimes quite powerful– market conditions, it is also true that it continues to be a practice that has a hard time conforming to the state of affairs, as it proposes itself as a desiring intensity that rejects any systemic formulation that poses as a fact.

During the last few years, the very notion of contemporary art has been challenged and examined by those artists who are not willing to take it as a categorical concept. Nowadays it is not just about roaming around different disciplines and languages as some kind of nomad but to work hand in hand with very complex systems of production, expanding the limits of what we consider contemporary art and constantly widening its coordinates of action. Thus, each new project that an artist faces is a new system that begins to organize itself; and if some discipline works as a foundation for an artwork, it does so just to be destabilized, to be used as a counterexample, as a starting point for getting lost.

Possessor of a compelling intuition (intuition understood as a kind of intelligence above reason), Mariana Telleria confronts, from this perspective, the construction of her own poetic project. I like to think of her body of work as a poetic project (some of her pieces suggest the conceptual density and concentration that only belongs in poetry), designed to escape from prefabricated truths. It wouldn’t be wise to undervalue the overwhelming weight of the status quo that taints even the artistic practice, but what becomes evident when looking back to the path that Telleria has travelled is her firm disposition to shake off the ought self of contemporary art, as a wet dog shakes off the water from its fur.

When reviewing her last ten years of activity certain outstanding features arise, such as her remarkable sculptural-installational versatility, a peculiar attention to the more sensorial qualities of shape and a carefree, oscillating movement between the sketchy objectuality and the pristine manufacture. There’s a will to be found on her works, a will to decompose the commonplace, to remove one’s view far away from the functionality of objects and to extract the secrets from these very same objects, to make them speak an alien language. And of course, when utility becomes alien, signification turns alien as well, taking down the pre-established order and exposing the poetic (and the political) behind these artworks. How to unsee the shimmering poetic-political spark coming out from a king size bed that under the influence of a “Telleria Operation” becomes a war machine?

If inside every object resides, encrypted, its own subversive value, or to put it another way, if on each and every thing the latency of another identity is enclosed (“Every form retains life” according to Gaston Bachelard), then this faculty exponentially increases when objects are exposed to other objects. When Telleria’s installations set up a network between things and their imaginary worlds, she’s actually proposing unforeseen connections between the multiple signifiers of our culture (the sacred, the domestic, the urban, the natural), lightning up, by friction or by mere contact, new gleams of meaning. Sometimes that gleam takes place on a programmatic way within the public and/or institutional space on which the project was originally inducted, as it happened with “Dios es inmigrante”[2], a piece erected on the premises where the old Immigrant Hotel operated during the early 20th century in Buenos Aires, now turned into the Museo de la Inmigración y Centro de Arte Contemporáneo of the UNTREF, or when she controversially intervened the Museo Castagnino in Rosario. The latter was a particularly unerring action (“La noche de los días”[3], 2014) as it achieved, with a minimal amount of resources (covering in black painting the facade of the museum), a great extent of social and political reverberation[4].

Through her reinvention of the everyday matter, Telleria manages to pronounce phrases of her own but lifting off from a given language; with each new project she builds a system of signifiers, as if she felt the urge to bestow those projects with a unique way of being seen and approached to. To this end she draws upon the tension that blooms between the opacity of meaning comprised in her formal operations and the narrative inclination of the titles she chooses for her pieces. In fact, Mariana pays special attention to the conceptual complementarity between the constructive materiality of her artworks and the linguistic key that she puts into play when naming them. Thus, the titles serve as infinite lanes of meaning through which the spectator is invited to travel, with the hope that she or he does not choose any of them in particular, discarding the need to embrace a decisive meaning:

“I wish mankind would surrender before the mystery of the shapes without having to learn a thing,” writes down Mariana in her notes, “but that’s impossible: we opt for a stubborn resistance against incomprehension. The interpretative vice implies self-understanding, and I don’t want to know a thing about myself, much less the world. Living is a thing that just happens to me. Thinking just happens to me. To act just happens to me. To do things, it just happens. I’m only another character playing this fiction. A channel, the messenger for my own message.”[5]

In both art and life the pursuit of meaning stands as an imperative, and even this very text is expected to cast a light of some kind over the actual meaning of the work at issue. But Telleria’s poetic display firmly defends its own will and its resistance against meaning, with this paradoxical premise being the undeniable core of her art. How to otherwise make use of the rigorous operations of Neo-Conceptualism while infusing them with the disturbing and disconcerting mystery of Surrealism?

Ten years ago, when writing about Telleria’s first solo show in Buenos Aires, Claudio Iglesias isolated a few tactics that the “conceptualismo sensible”[6] was starting to use to overhaul itself, mainly its newly found approach to emotion as a force that didn’t necessarily implied self-absorption or self-referentiality, making it easier for Neo-Conceptualism to free itself in order to tackle the pressing problems of contemporaneity[7]. “El nombre de un país”[8] was the title Telleria chose to name that first exhibition at the Alberto Sendrós gallery and it echoes today, unharmed, on the the Argentine Pavilion at the 58th Venice Biennale. A suggestive title indeed, as it’s usually the case with the way in which she brands her artworks; a title that names but does not define and that (following the trend set up by the objects on her operative world) manages to cause new fluctuations within its new context.

Today, more than any other time, Telleria inspects the archive of her own work looking up to propose a comprehensive account of her investigations: “It’s not that the unexpected arrives from the outside world, information doesn’t gets me off guard coming from another place: I find it within my own research and on the memories that my practice gradually produces. Those things ground somewhere, like a sediment.”[9]

As if using a great sieve, she gathers the main formal and conceptual operations found on her own personal artistic history and keeps just the most effective (and affective) to build her creatures. As usual with the installational practice, the organization of space becomes decisive: she lays out her bestiary, comprised of seven monsters, as if it were a parade, a cortege or a fashion show (“with an haute couture attitude”, she says), arranging for each creature a particular attire that transfixes into a dystopian culture landscape. The flesh and brawn of these beasts is made up from tree trunks, scrapped auto parts, weaves of both synthetic and natural fibre, furniture-based objects, wheels and tires, thorns, medals, cross-shaped frames… Signifiers from a society in which the heightened imperative of consumption no longer needs to be coercive because it’s now a matter of individual conviction. Acting like an army of modern-time Prometheus (or maybe like “Contemporary Prometheus”), they cipher our cornered desires in the face of the vicious demand for optimization, success, beauty and efficiency that hangs over us, reaching even the most intimate aspects of our lives. They’re monsters that doesn’t look into the future but from a stalking future, as if they existed on a time loop.

[1] “It is not true that poetry acts as an answer to a certain enigma. There is no answer for enigmas. But to devise them through poetry is to reveal them, to unveil them. Only then the poetical question becomes an answer: when we risk ourselves to consider the answer being in fact a question.” Alejandra Pizarnik (1936-1972) was an Argentine poet who ventured into visual arts driven by the surrealist artist Juan Batlle Planas. Among her most preeminent works are La tierra más ajena (1955), Árbol de Diana (1962) and Extracción de la piedra de locura (1968).
[2] God is an Immigrant
[3] The Night of All Days
[4] As part of a collective show within the IX Iberoamerican Urban Planning and Architecture Biennale, Telleria temporarily covered with black painting the facade of the Juan B. Castagnino Museum, in the city of Rosario, igniting a fierce controversy around the relationship between contemporary art and the institutions that house it. As Alejo Ponce de León points out: “What La noche de los días managed to achieve, besides revealing what was already there, was to establish, through violent disruption, the existence of “the public” as a force that actively builds up the social. When she paints the Museum black, what appears before our eyes, besides the Museum itself, is the public thing in all its contradictory complexity.” A History of Miracles (unpublished essay), 2018.
[5] Mariana Telleria, “Apuntes” (Notes), e-mail sent by the artist to the author on January 20, 2019.
[6] Translator’s Note: The conceptualismo sensible or Sensitive Conceptualism is a branch of Conceptual Art that flowered in Latin America all through the 90s. It applies a range of typical conceptual mechanisms to process the “intimate and subjective experience of the artist”. Its usual topics include love, music, death and loneliness. Jorge Macchi and Gabriel Orozco are preeminent examples of this tendency.
[7] Claudio Iglesias. “Un país posible”, Buenos Aires, Página/12, August 2, 2009.
[8] The Name of a Country
[9] Mariana Telleria. www.ruthbenzacar.com/artistas/mariana-telleria. Retrieved 01/26/2019.

Preferible querer la nada a no querer: caracteres y orígenes de una monumentalidad futura. Renato Fumero y Alejo Ponce de León

“El nombre de un país”, una y dos veces. El título de la muestra con la que Mariana Telleria representa a la Argentina en la 58ª edición de la Bienal de Arte de Venecia reitera el título de su primera muestra individual en Buenos Aires, una década atrás. Aquella exhibición, naturalmente significativa en términos personales, contra cualquier intento de difuminar los comienzos detrás del relato de un origen más noble, aparece ahora, en la instalación escultórica que puede verse en el Pabellón Argentino, subrayada y traída a un inocultable primer plano por la iteración deliberada.

Por un lado, es el punto de partida legítimo de un ciclo cronológico que encierra la evolución de la artista y de su obra. Por el otro, se puede tomar como punto de referencia a partir del cual ponderar las similitudes y diferencias que acercan y alejan a esta muestra de aquella.

Pero, en torno a “El nombre de un país” también debe situarse la inquietud que, dado su carácter discutiblemente representativo y certeramente oficial, el título de la actual exhibición, repetido, multiplicado, convertido en consigna y enigma, lanza sobre el “nombre” y el “país”.

El tránsito de este proyecto, desde la presentación inicial al concurso y posterior designación, a través del despacho en aduana y otros cientos de trámites intermedios llevados adelante por funcionarios y apoderados, hasta su emplazamiento final en el pabellón nacional concesionado dentro del Arsenal, podría producir la ilusión de que la obra presentada refiere con su título a un país específico (la Argentina, en este caso). Pero la retórica, invariable, de Telleria apela a interferir la matriz de la emoción colectiva y señalar el proceso de construcción de sentido detrás de los símbolos que sostienen la narrativa general de Occidente al menos desde la Ilustración. Repúblicas Democráticas, Reinos o experimentos totalitarios: el nombre de un país es lo primero a lo que uno se enfrenta cuando empieza a construir su idea de mundo. El Nombre define lo indefinible por abstracto, por inabordable o por remoto: un conjunto complejo de características temporales, topográficas y sociales, por un lado; y sensibles, por el otro, o vinculadas a la imaginación propia de cada individuo. “El nombre de un país”, tanto en aquella versión remota de hace diez años atrás como en la actual, apela a ese país arquetípico como una entidad ante todo poética, sin gobierno, población ni fronteras definidas. Su relación con el simbolismo crudo detrás de la idea de país hacer pensar en las remeras conmemorativas que se imprimen durante cada mundial de fútbol y que agrupan en un diseño las banderas de cada nación participante en el certamen. Son remeras que hacen la delicia de los niños porque ofrecen una imagen sintética del mundo reducida formalmente a una serie alegre de colores y en un contexto político de absoluta certeza: los países se inventaron para jugar el mundial. Esa imagen, la misma que transmite el frente de un hotel, donde los paños flamean como espíritus entre el smog, es la reducción al puro símbolo, a un sistema básico de potencialidad, color, formas y emociones: el mundo que podría aspirar a recomponer Telleria cuando habla de un “país”. Un reflejo abstracto y de sentido puro, sin mancillar, por encima de las historias bélicas y de los traumas políticos: la esencia misma del símbolo en tanto producto de la imaginación humana. Un país que podría ser cualquiera porque estrictamente no se refiere a ningún trozo de tierra, horror y cultura, y porque tiene como contenido exclusivo las condiciones de posibilidad de todos.

Así, aquella muestra de 2009 inauguraba su inclinación perdurable por atomizar, en términos retóricos y materiales, a la manera de un poema concreto, el peso simbólico de determinados conceptos clave en el desarrollo histórico de Occidente (“país”, “Dios”, “nacimiento”, “monumento”, etc.).

La ambición de síntesis que encarnaría el actual proyecto, como indicó la propia artista, podría parecer desmesurada para un cuerpo de obra que en su despliegue impar y heterogéneo de técnicas, recursos y temas, ha contrariado la narrativa unitaria que estructura la economía clasificatoria de la crítica y el mercado del arte, y ha sido elogiada, a veces con entusiasmo, otras con indulgencia, por su inconformismo, imprevisibilidad y “búsqueda permanente”.

Sin embargo, en al menos dos sentidos pareciera sensato considerar a “El nombre de un país” como la suma material del trabajo que ha venido realizando Mariana Telleria. Un agregado de tendencias dispersas que permite componer retrospectivamente la imagen coherente de una sensibilidad única y personal hacia las cosas. En primer lugar, “El nombre un país” exhibe de modo exhaustivo los componentes que conforman la ontología luctuosa que ha ido construyendo a lo largo de casi 15 años. Se encuentran aquí, depurados, los cuatro mundos de referencias materiales que trazan entre sí, en su obra precedente, relaciones de proximidad, solapamiento, injerto y también rechazo y contradicción: lo vegetal; lo maquínico; lo personal; lo cristiano. Por su propia naturaleza, como elocuentemente invita a pensar la obra de Telleria, estos sectores pueden ser reagrupados como: las cosas del mundo y las cosas de la intimidad; o lo orgánico y lo inorgánico; o lo muerto y lo que nunca ha vivido, etc.

Podría así hablarse de 4 ejes que se fusionan de manera impresionista en un espacio híbrido entre la instalación y el objeto escultórico a lo largo de toda su obra: “lo vegetal”, representado por los productos de una naturaleza perimida y reseca conformada por espinas, ramas, cortezas y hojas; “lo maquínico” resumido sobre todo, como para otros artistas de su generación, en el automóvil, que se ve desmembrado por ejercicios sucesivos de taxidermia industrial; “lo personal” como territorio de colisión de desechos domésticos y artículos ornamentales; “lo cristiano”, sintetizado en el Cristo y la cruz y como una marca idiosincrásica que la separa, ahora sí, de las cavilaciones generacionales.

En segundo lugar, esta exhibición presenta, reunido, el catálogo de experimentos que Telleria ha practicado sobre aquellos elementos. “El nombre de un país” corrobora que las cosas, dentro de este cuerpo de obra, participan de un sistema de desplazamientos o, más bien, de ritual de pasaje deformante entre el baldío profano de lo cotidiano y el cosmos sagrado del arte.

La cruz ocupa un lugar destacable dentro del conjunto de cosas y de operaciones con las que la artista trabaja. Indudablemente, es, ésta, su forma más característica e identificable. Repetida y multiplicada en sus asociaciones, pareciera actuar como fundamento, causa o amuleto que preserva la esencia última del destino iconoclasta, dramático, espectacular y riguroso en un sentido formal que el arte en sí mismo tiene para Telleria.

Es posible remitir la cruz a la muerte de Dios y al ocaso de la metafísica occidental. Ya se ha hecho. Más inmediata e inquietante, sin embargo, parece la conjetura de que esta obra recorre de manera obsesiva, ida y vuelta, el trayecto geométrico limitado por la imbricación analítica entre la cruz y el cuadrado (o el marco o, en última instancia, el cuadro). El ejercicio de composición/descomposición resultante, entonces, evocaría dos hipótesis igualmente incómodas: que en todo cuadro hay una cruz y que toda cruz es un cuadro.

Su acercamiento insistente a la idea de Dios representada sobre todo en la cruz y el Cristo se manifiesta también, como una evocación, en sus investigaciones sobre la idea de Dios materializada en objetos culturales más complejos, en particular los que tomaron forma durante el Barroco (“El gran plan” (2016)). Aquellas obras, de un dinamismo dramático sin precedentes, acompañaron de alguna manera el renacer de la institución católica a partir de la conquista de América, el renacer de la fe: un mundo nuevo aparecía, un mundo desconocido en donde Dios podía estar viviendo o, al menos, a donde Dios debía ser trasladado. En ese tránsito el aparato cristiano encontró, además de un terreno simbólico, una tierra de riquezas que se emplearon, entre otras cosas, para moldear el cuerpo y espíritu de la Roma barroca, una ciudad diseñada para seducir y enfrentar la amenaza política del protestantismo. Si en todo cuadro hay una cruz, el Dios del Barroco estaba, entonces, también en la arquitectura, en la ingeniería de las fontanas y en el trazado de los nuevos caminos; en los edictos, en las plazas, en los nichos y en los cielorrasos.

La naturaleza de ese arte estructural que se ofrendaba a Dios y que comenzaba a ser civil, servía, en simultáneo, como el avance en la tarea humana de inventar a ese mismo dios. Esa invención pareciera repercutir aún hoy en la obra de Telleria aunque atribulada, como es obvio, por el advenimiento histórico del siglo XX. Su relación con lo divino es un deslumbramiento por lo que la idea de dios le dio al mundo al mismo tiempo que un pregunta: ¿Por qué privarse de habitar esta casa, tan hermosa, que ha quedado abandonada?

En “El nombre de un país” se encuentra presente el trabajo formal y temático que la artista ha venido realizando sobre la cruz, pero también aparece cristalizada la cruz como recurso estructural, que es también la cristalización de un movimiento hacia la escultura monumental como resolución objetual de su trabajo.

La cruz que fue mástil (”Dios es inmigrante”(2017)) y esqueleto camuflado (”Ficción primitiva”(2018)), la cruz como estructura autoportante, es en esta exhibición el eje en torno al cual orbitan las mismas cosas que, en obras anteriores, conformaban el paisaje de las instalaciones de Telleria.

La instalación, entendida como operador de auratización, fue para esta artista, como para muchos jóvenes latinoamericanos que empezaron a practicar el arte cuando este ya era indiscutiblemente contemporáneo, su sintaxis original.

Las esculturas exhibidas son, en este sentido, la corporización envolvente y erguida de un desarraigo. Son los productos acabados de una economía compositiva que independiza a las cosas de las relaciones de significación que establece la proximidad y la distancia relativa, para colocarlas al servicio de conformar la identidad unitaria y particular de cada una de las siete esculturas o monumentos.

Habrá a quien estas piezas le recuerden la serie de collages “Depredador” (2009-2014), en los que un fragmento de ropaje o una trama sinuosa rescataba de una roca o una columna una posibilidad antropomórfica de gesto barroco.

Por un lado, estos troncos, vestidos e injertados con los restos materiales de nuestra cultura, por su dinamismo individual, se nos presentan en una especie de desfile (en el sentido marcial pero también en el de la moda). Por el otro, por su escala y composición grupal, parecen enfrentarnos o exigirnos devoción como un panteón de héroes o ídolos profanos.

En cualquier caso, las esculturas que conforman “El nombre de un país” representan un giro dentro del trabajo que ha venido haciendo sobre los monumentos (en obras anteriores, Telleria ha incursionado en formatos como la ruina (“Somos el límite de las cosas”(2014)) y el memorial (“Tumba del soldado desconocido”(2015)).

Como insinuación, promesa o equívoco, aparecen personajes, héroes o dioses; si es que a esta altura de la historia la diferencia entre el vocabulario monumental cívico y religioso puede ser significativa.

Como un panteón excéntrico o un centro megalítico de devoción por la cultura del antropoceno, las formas que pueden verse en el Pabellón Argentino, si bien verticales como menhires, sustituyen el sentido atemporal y perdurable de la piedra, el bronce o el mármol, por una recreación sintetizada y depurada del pliegue barroco. Este prescindir de la materia perenne en favor de un material susceptible al deterioro como lo es la tela, señala un viraje hacia el encuentro imprevisto entre la verticalidad monumental y la materia blanda, el utilitarismo preventivo, la alta costura, el atavío, lo sexualmente híbrido.

En lugar de ser monumentos modernos de poder como los edificios de un distrito financiero metropolitano, estas figuras se pliegan a un orden más cercano al jeroglífico que encapsula de manera esotérica patrones del universo humano en un más allá de la forma y la estructura. No responden a la utilidad metafórica o literaria, tampoco son abreviaturas culturales: espacios verticales donde colapsan las propiedades escultóricas e instalacionarias de manera convulsa para transmitir una visión intuitiva y suprarracional que se vincula a los sistemas devocionales de la antigüedad.

Más allá, también, del tótem, el telón teatral podría considerarse un pariente morfológico de estas obras, lo que sugeriría una dimensión oculta al interior de las esculturas: cada una parecería estar preservando una profundidad cósmica, abismal o espiritual, según la inclinación temperamental de cada espectador, detrás de la cascada de pliegues. Pero si el telón custodia la separación momentánea entre el mundo “no ficcional” y el mundo de la representación, las esculturas de Telleria parecerían ellas mismas escaparle a la representación. Hechas a imagen y semejanza de la cultura humana, paradójicamente no poseen más atributos humanos que un montículo de ropa sucia abandonado en la esquina de una habitación. Como pilares de un caos benevolente, se mantienen erguidas por el propio misterio que guardan dentro de sus ropajes. Un núcleo vivo y magnético, inalcanzable, que atrae retazos de cultura para formar un cuerpo nuevo y quizá entablar algún tipo de contacto sináptico con el espectador. En un giro verdaderamente místico, esa fuerza (¿cultura? ¿arte? ¿fe? ¿la mano de Dios? ¿optimismo? ¿pesimismo?) genera la imagen de su propia sustancia.

Es posible creer, como ha insinuado con modestia la artista, que su elección para representar a la Argentina es fruto de la suerte. Sus trabajos precedentes, polémicos e iconoclastas (“La noche de los días” (2014)), sin embargo, no habilitan al azar o la inocencia como clave para pensar lo que “El nombre de un país” hace con sus condiciones institucionales de posibilidad.

Su iconoclasia debe ser leída como el sino trágico, obsesivo e ineludible, que abraza quien cree, como el sileno nietzscheano, que el ser humano prefiere querer la nada a no querer y, por lo tanto, que no hay otro destino posible para la humanidad que la adoración y la idolatría.

De ahí que el trabajo crítico de Telleria sea una operación subversiva pero institucionalizante, contra las instituciones presentes pero a favor de una institucionalidad futura. De ahí que convivan la profanación de la cruz y el cristo con la producción de los objetos y escenarios de una sacralidad alternativa, residual o por venir.

Dijo el crítico Claudio Iglesias de aquella primera exhibición, de 2009, con igual nombre que la actual: “El nombre de un país nos invita a imaginar el paisaje, las costumbres y los ritos de un país posible”. “El nombre de un país”, en su versión actual, podemos especular, edifica sobre las ruinas del presente global los cimientos espirituales de un futuro institucional alternativo o, al menos, la esperanza de que una artista contemporánea argentina pueda aspirar a hacerlo.

Renato Mauricio Fumero y Alejo Ponce de León
en nombre de Titularidad no Informada
www.tinitini.com.ar

We’d rather love nothingness than love nothing at all: features and origins of a future monumentality. Renato Fumero and Alejo Ponce de León

“El nombre de un país”[1] not once but twice. The name of the exhibition through which Mariana Telleria represents Argentina on the 58th Venice Biennale reiterates the title of her first solo show in Buenos Aires, about a decade from now. That name, obviously meaningful in terms of personal affection, reappears on the sculptural installation that’s showing on the Argentine Pavilion, now highlighted and brought to a conspicuous close-up because of the deliberate iteration.

On one hand, the title is the starting point for a chronological cycle that envelops the evolution of the artist and her artworks. On the other, it’d be a misapprehension not to take it as the referential unit from which we could weigh the similarities and discrepancies between the show that took place ten years ago and this one.

But around “El nombre de un país” we must point out the disquiet that this very title, due to its arguably representative and certainly official character, repeated and multiplied, transfixed into both a slogan and an enigma, casts over our ideas of “name” and “country”.

The material and bureaucratic transit of this project  –starting with Telleria’s answer to the Government’s open call, its picking from between 68 other proposals, its passing through local and international customs guided by all kinds of proxies, officials and agents, and ending with its final placement on the National Pavilion within the Arsenal– might induce the illusion that the title refers to a specific country (Argentina, in this case). But Telleria’s rethorics, as usual, aim to interfere the matrix of collective emotion and to point out the construction of meaning behind the symbols that keep together the western narrative since at least the Enlightenment.

Democratic Republics, Kingdoms or totalitarian experiments: the name of a country is the first thing that comes to mind when a private idea of the world takes its initial, trembling shape. A name speaks for the indefinable, for the abstract and the remote: mostly a complex set of temporal, topographical and social features; but there’s also an emotional, sensible component on the name, tied to the inner imagination of each individual. This name, “El nombre de un país”, on both its first avatar and its current one, invokes that archetypical country as a poetic entity at heart, ungoverned, without population or defined borders. That relationship with the raw symbolism of a country might make us think about the commemorative shirts that are printed for the FIFA World Cup, where the flags of each participant nation are displayed on a little formal scheme. These shirts are a kid’s delight because they offer a synthetic image of the world, formally reduced to a cheerful series of colors and emblems and capable of bearing the political certainty that those countries were made just to play at the tournament. That image of radical transparency (somewhat familiar to the frontage of a hotel, where the national banners wobble like spirits trapped in smog) is a reduction to pure symbolic substance, to a system of sheer potentiality, shape, color and emotion: that’s the world Telleria tries to recompose when she talks about a “country”. An abstract reflection made from vaporized, untainted meaning that’s above the history of warfare and above political trauma: the very essence behind the meaning of things as a by-product of human imagination. A “country” is any country, each and everyone of them, because on strict terms the artist doesn’t direct her attention to a specific piece of land, horror and culture, but declares the condition of possibility of every single idea of a country, even the non-existent.

In this way, the 2009 show introduced her lasting tendency towards atomizing, both materially and rhetorically, as a concrete poem does, the symbolic weight of certain key concepts within the western historical development (“country”, “God”, “birth”, “monument”, etc.)

The ambition for synthesis that her current exhibition seems to fancy could appear excessive for a body of work often characterized for an odd, heterogeneous display of techniques, resources and themes; it’s a work that usually challenges the unitary narrative that structures the classificatory economy of both art criticism and art market, and that has been praised, sometimes with enthusiasm and sometimes with indulgence, for its nonconformity, its unpredictability and its overall punk-state of permanent inquiry. Nonetheless, it’d be reasonable to consider “El nombre de un país” as the material sum of every past work that Telleria has made. This coalition of scattered trends allows us to restore, retrospectively, the coherent image of a very unique attitude and sensibility towards the things that make up the world. First of all, this exhibition brings together every component that made up the mournful ontology that she’s been tailoring over the past 15 years. Here they are, debugged, the four dimensions of material reference that all along have traced relations of proximity, overlapping, grafting and also of rejection and contradiction: the vegetal, the mechanical, the personal and the christian. Because of their own nature, these sectors can be reassembled, for example, as the things of the world and the things of intimacy; the organic and the inorganic; the dead and all that which has never lived. So there’s four axis that fusion themselves on a quite impressionistic way over a hybrid space between installation and sculpture: “the vegetal”, represented by the dry sprouts of an outmoded and dangerous natural world built by thorns, branches, barks and leaves; “the mechanical”, mainly resumed, as it is the case with other artists from her generation, on the automobile, time and time again dissected by exercises of industrial taxidermy; “the personal” as a collision route for domestic debris and ornamental items; “the christian”, depicted by the cross and the image of the Christ, but also as a highly idiosyncratic gesture that, unlike the use of motorized vehicles, keeps her away from the preoccupations of her own generation and on a place of her own.

Secondly, this exhibition reunites the catalog of experiments that Telleria has brought upon said materials. Things, inside her body of work, take part in a distorting rite of passage between the wasteland of the profane and the sacred cosmos of human invention.

The cross itself takes a predominant role on her set of items and procedures. It’s without a doubt her foremost and more recognizable trait. Cloned and recasted, it seems to act as a kind of sigil that preserves the ultimately iconoclastic, dramatic and spectacular fate that art has for Telleria. It’s possible to refer her use of the cross to the death of God and the withering of Western metaphysics. It’s already been done. But what we find all the more disturbing and in need of immediate attention is the conjecture that her work roams up and down, obsessively, inside the geometrical trajectory that’s limited by the analytical juncture between the cross and the square (or, to put it elegantly, the cross and the frame, or the cross and what’s inside the frame). The resulting exercise of composing and decomposing these shapes conjures up two equally uncomfortable hypothesis: inside every frame there’s a cross and a cross can be found inside every frame.

Her pressing approach to the idea of God shows up not only on the recurring motif of the cross but also, more evocatively, on her intuitive research over the idea itself of a god and its manifestation through more complex cultural objects, particularly the ones produced during the Baroque. Those artworks, which were defined by an unprecedented dramatic dynamism, escorted the rebirth of the Catholic Church signaled by the bloody occupation of the Americas as well as by the war against Protestantism. A new world emerged, a world unknown where God could be living  –and if he was not, the Church would have to take him there–. The catholic apparatus did find on this “virgin” land not only a terrain for its own expansion but a land of material richness which was exploited to erect, among other thousands of things, the body and the spirit of the baroque Rome, a city designed to seduce and to perform as an immense machine of political propaganda against the protestant branch of Christianity. If there’s a cross inside each frame, the baroque God was living within the architecture, within the engineering of the fontanas and within the tracing of the new roads; within the laws and edicts, at the squares, at every niche and on the ceilings.

The nature of this structural approach to God (a god which was starting to become visibly civil) violently pushed forward the human task of shaping that very same god. That invention seems to pervade the work of Telleria more than any other notion, distressed, obviously, by the historical advent of the 20th century. Her relationship with the divine is a blinding sight of what the idea of a god managed to achieve as well as a delicate question: Why should we deprive ourselves of inhabiting that beautiful, forsaken palace?

“El nombre de un país” retrieves the cross not just as a formal or thematic subject but also as a structural resource, which is also a very defined step towards the monumental as the main resolution in her late works. The cross as a mast[2], the cross as a camouflaged skeleton[3], the cross as a self-supporting structure, is, on this exhibition, the axletree on which the hardware of the culture of this world (scattered and dispersed on her previous pieces) orbits and revolves. Installation, understood as a means to reclaim the aura, was for Telleria, as well as for a whole bunch of Latin American artists of her generation that started making art when it was already unequivocally contemporary, her original syntax. The sculptures present here on the Pavilion embody, in that sense, a certain sense of uprooting. They’re the finished products of a compositional economy that suppresses the installational and instead set things free from the relationship of meaning established by proximity and relative distance. Things are now in service of shaping the individual spiritual features or identity of each of these monuments.

These monolithic figures might recall an old series of collages[4] on which snippets of cloth or a sinuous pattern redeemed from a rock or from a column the possibility of a baroque anthropomorphic gesture. They are fully dressed with the remains of the anthropocenic culture and, because of their individual dynamism, are presented to us as models on a kind of fashion show (or maybe a military parade). But, on the other hand, because of their scale and their group composition, they seem to demand a certain kind of devotion from us, as if the Pavilion was turned into a temple of heathen idols.

Anyway, the sculptures found in “El nombre de un país” indicate a shift from her usual take on the monument (she worked her way around the idea of both ruin[5] and memorial[6]). As a mere insinuation, a promise or a mistake, goddesses, idols and heroes seem to be taking shape in these sculptures.

As an eccentric Pantheon or a megalithic devotional center, these artworks, although vertical and erected as menhirs, replace the timeless and enduring sense of stone, bronze and marble, for a synthesized recreation of the baroque fold. This annulment of the perennial matter in favor of substances that are susceptible to deterioration signals an unexpected encounter between the vertical monumentality and the soft matter, the preventive utilitarianism, the haute couture, the attire and the sexually fluid. Instead of being modern monuments such as the skyscrapers we might find on a metropolitan financial district, these sculptures answer to an order that’s closer to a hieroglyph: shifting symbols that encapsulate on an esoteric manner diverse patterns of human culture beyond shape and structure. They do not offer metaphorical or literary utility, and they’re not cultural abbreviations: they’re presented as vertical spaces where installation and sculpture collapse on a convoluted way in order to transmit an intuitive and suprarational vision indebted to the faith systems of the antiquity. Beyond the totem, one could also find that the theater curtain is a morphological relative of these monoliths, an affiliation that suggests the existence of a whole occult dimension residing within the sculptures. Each one of them might be guarding a cosmical abyss or a spiritual core behind the waterfall of matter. But if the curtain preserves the momentary division between the “non-fictional” world and the world of representation, the idols of “El nombre de un país” seem to evade themselves the pesky act of representation. Made in the image and likeness of contemporary human culture, they do not possess more human features than a mound of dirty clothes abandoned in the corner of a room. Pillars of benevolent chaos, they stand still because of the baroque and maybe even funny mystery they keep within themselves. A living, magnetic core, unreachable, attracts cultural debris in order to form a new kind of body and to maybe try and establish some kind of synaptic contact with the visitor. On what we could consider to be a truly mystic turn, that strange force (culture? faith? the hand of God? pessimism? optimism?) generates the image of its own substance.

It is possible to believe, as the artist herself has suggested with modesty, that her designation to represent Argentina is just a matter of luck. However, her preceding works, controversial and iconoclastic[7], don’t allow for randomness or naivety to justify what she does with the institutional conditions of possibility that “El nombre de un país” faces. Her iconoclasm should be read as the tragical, obsessive fate of those who embrace, as the Nietzschean Silenus, the belief that us human beings would rather love nothingness than love nothing at all, and thus there’s no other possible horizon for mankind that adoration, idolatry or, if we could at least say what it is, true love.

That’s why the critical interventions of Telleria are at the same time subversive operations and fiercely institutionalized devices; against current institutions but in favor of a future institutionality. That’s why the molecularization of the cross and the Christ coexists with the production of objects and scenarios that belong to an alternative, residual, impending sacrality.

As the critic Claudio Iglesias put it when he wrote about that first exhibition back in 2009 –which, as we pointed out, shares a little more than just its name with the Biennale project–: “‘El nombre de un país’ invites us to imagine the landscape, the customs and the rites of a country that’s only possible”. We could argue that “El nombre de un país”, on its current incarnation, sets the spiritual foundations for an alternative institutionality upon the ruins of the global present time, or, more realistically, it tells us that there’s at least a faint hope for an Argentine artist to feel the desire to try and do it.

Renato Mauricio Fumero and Alejo Ponce de León
on behalf of Titularidad no Informada
www.tinitini.com.ar

[1] The Name of a Country
[2] See “Dios es inmigrante” (God is an Immigrant, BIENALSUR, MUNTREF Centro de Arte Contemporáneo y Museo de la Inmigración sede Hotel de Inmigrantes, 2017)
[3] See “Ficción primitiva” (Primitive Fiction, Ruth Benzacar, 2018)
[4] See “Depredador” (The Predator, 2009-2014)
[5] See “Somos el límite de las cosas” (We are the Limit of Things, Museo de arte contemporáneo de la Provincia de Buenos Aires, 2014)
[6] See “Tumba del soldado desconocido” (Tomb of the Unknown Soldier, UNLP, Universidad de La Plata, 2015)
[7] See “La noche de los días” (The Night of All Days, Museo Castagnino, 2014)

Cuando habla el ídolo mudo. Beatrice Galilee

No somos nosotros quienes afirmamos o negamos algo de la cosa, sino que es la cosa misma la que afirma o niega algo de sí en nosotros
Baruch Spinoza, Tratado breve

Traer al mundo algo incomprensible
Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas: Capitalismo y esquizofrenia

Mariana Telleria es una artista que respeta los secretos de las cosas. Militando activamente contra lo legible y propugnando la incomprensión, es una entidad hecha de acciones, ni protagonista ni observadora. Si se tiene en cuenta que su práctica escultural y espacial está marcada por una atención particular en torno al proceso de tomar decisiones; si se tiene en cuenta que su trabajo podría ser considerado como un hilo de operaciones, conceptos y repeticiones deliberadas, laboriosamente delicadas, resulta notable que su rol siga siendo uno de antena antes que uno de señal que es transmitida.

Estamos en la casa-taller tranquila y soleada de Mariana, en el centro cuadriculado de la antigua ciudad industrial portuaria de Rosario, Argentina. Es el comienzo de noviembre del 2018 y a nuestro alrededor plantas y marcos y cajas ocupan las paredes y el piso. Mariana señala una hilera de siete exquisitos maniquíes-esculturas que están posados sobre el canto de una ventana. Elige llamarlos “monstruos”. Cada uno está envuelto con firmeza en pliegues de negro, rojo o blanco sintéticos, en telas rayadas o pequeñas mallas de metal. De cada uno sobresalen cosas, a todos les cuelgan cosas, el neopreno está engrapado y se retuerce, las telas parecen multiplicarse en un tableau vibrante de capas y capas que, mientras más cerca están entre ellas, más se intensifican y a su vez más capas generan.

Nacida en la pequeña localidad de Rufino, Argentina, Telleria se mudó en 1998 a Rosario (una ciudad universitaria, mediana, levantada al margen del río y cubierta de hojas) para estudiar Bellas Artes. Aunque se haya instalado aquí, yendo contra el flujo “natural” de artistas jóvenes que migran hacia la capital del país, para ella ser argentina no es un aquí ni un allí. No es un tipo de sabiduría particular que deba ser atesorada, es simplemente un hecho inexpugnable. Es algo que le sucedió, como le sucedieron sus padres o su código genético; la ubicación geográfica es al mismo tiempo una presunción y una especie de bagaje; “absolución y condena”, dice.

Su práctica se agranda, se achica y fluctúa con facilidad entre reliquias diminutas y composiciones delicadas hechas con ramas de árbol, hielo o plumas hasta instalaciones de sitio específico de gran escala, psicológicamente turbulentas, en forma de galeones hundidos, candelabros, intervenciones sobre la fachada de diversos edificios o performances de larga duración que consiguen captar la atención de todo un estadio de fútbol. Telleria desafía a los objetos a encontrarse de nuevo consigo mismos en su propio estado de contradicción, convertidos en criptas y en performances. El título del proyecto con el que va a representar a la Argentina en la 58º Bienal de Venecia es en sí mismo un objet trouvé: también su primera exhibición en Buenos Aires, durante 2009, se llamó El nombre de un país. Así, el mensaje que ella, actuando de mensajera, nos ofrece un registro, una insinuación, un fragmento seguramente surreal y mágico de la vida de las palabras y las cosas.

El concepto filosófico de la “materia vibrante” fue introducido por la profesora Jane Bennett. Retomando algunas ideas de Bruno Latour, Bennett asegura que “un actuante es una fuente de acción que puede tanto ser humana como no-humana; es todo aquello que exhiba una cierta eficacia, que pueda hacer cosas, que tenga coherencia suficiente como para provocar una diferencia, producir efectos, alterar el rumbo de los eventos”. Al mirar estas siete esculturas uno considera el rol del objeto vibrante. El arreglo de partes dispersas que termina formando una cosa. La apropiación y la repetición. La consistencia, la linealidad y la continuidad son resaltadas por distintos elementos y son necesarias para pensar en la construcción de una colección de posibilidades, o en una reafirmación de ciertas elecciones que se dan sin la obligación de tener que escoger una manera determinada para combinar formas y materiales. “La repetición me da la posibilidad de desplegarme a mí misma sobre el tiempo y el espacio. Al espectador le da la oportunidad de elegir cuánto quiere ver y cuánto dejar de ver”.

La repetición compulsiva de un monograma con las iniciales “MT”, serigrafiado o en termoadhesivos sobre las telas que cubren a las estructuras, remite de inmediato a la saturación visual y la presencia ubicua de marca que exudan los icónicos logotipos de, por ejemplo, Louis Vuitton o Fendi. Extraídas del reverso de la famosa Medalla Milagrosa que Santa Catarina Labouré diseñó a principios del siglo 19 después de una serie de experiencias alucinatorias en las que la Virgen María le encomendaba la producción en masa de dijes, las iniciales del monograma remitían originalmente a la “M” de María y a una cruz estilizada en forma de “T”. En este caso, más allá de algún rastro de ingenua vanidad que pueda percibirse, el MT negocia con el lenguaje de la moda y el diseño textil desde la actitud de insolencia cercana al collage, al desmembramiento y recomposición de sentidos que en la mejor tradición duchampiana llevan adelante diseñadores de vanguardia como Demna Gvasalia. Presentar la imagen del artista como marca, un proceso que tanto interesó a ciertos conceptualistas, no le interesa tanto a Telleria como sí poder enunciarse desde una falta de certeza autoimpuesta con respecto al peso político de determinados símbolos. Es un procedimiento muy recurrente a lo largo de toda su obra el de buscar sincronías entre formas y sentidos remotos, redimensionar el peso espiritual de objetos diminutos y disminuir el de las cosas sagradas, abriendo el camino para jerarquizaciones imprevistas.

Hay objetos y símbolos que son cosas dadas, innatas. William Mitchell nos ayuda a diferenciar entre cosas y objetos al afirmar que los objetos son en realidad cómo las cosas se le revelan al sujeto; los objetos son estáticos y metafísicos mientras que “las cosas señalan el momento en el cual el objeto se vuelve un Otro, cuando la lata de sardinas devuelve la mirada, cuando habla el ídolo mudo…”.

En un sentido la inclusión estratégica de espejos en diversos puntos del pabellón también funciona como una operación para devolver una mirada sobre la escisión entre las cosas y los objetos. Más allá de la consideración de Telleria en torno a la idea de instalación, donde los diversos elementos están mediados por el espacio, por una dimensión física antes que por un vínculo conceptual, los espejos actúan como aparatos que facilitan la repetición en tiempo real. No solamente reaparecen, reorganizados, elementos de sus obras anteriores, sino que a su vez todos esos elementos se multiplican gracias a los espejos. La bidimensionalidad de la imagen compacta el ecosistema del pabellón e integra a las esculturas, a los espectadores, a los elementos estructurales. El sujeto se vuelve un Otro, se desdobla junto al espacio.

El moulage fantasmal de las esculturas implica además una lógica quizá más “frívola” con relación a los espejos: el control sobre la propia imagen que se ejerce a partir del reflejo es un componente esencial del mundo de la moda, de la autoconsciencia visual, del proceso de transformación del sujeto en una pieza metafísica del mundo, en un ideal. El espejo nos recuerda que cada una de las esculturas, alineadas como modelos, puede volver a ser el pequeño maniquí que era al principio del proceso, invirtiendo la transición entre el original y la réplica. El moulage se utiliza como técnica para probar caídas y rigideces, para medir el efecto visual de una prenda, como prueba textil y de volumetría. Así, los “monstruos” de Telleria retienen su naturaleza dinámica, informal, de experimento: técnicamente son drapeados y su aspecto final pareciera nunca llegar a definirse.

La alta costura -así como también los iluminados estilos callejeros- respeta todavía el mandato modernista de la belleza como una fuerza viva que habita exclusivamente en el tiempo presente, sin lazos explícitos con el canon del pasado. Ulrich Lehmann, escribiendo sobre el significativo lugar de la moda en la cultura moderna durante la segunda mitad del siglo xix y el primer cuarto del xx, afirma que se trata de la “expresión suprema del espíritu contemporáneo. La moda cambia de manera constante y es necesario que se mantenga, de algún modo, incompleta. Es transitoria, móvil y fragmentaria”. En su dimensión de incompletud, las esculturas se mantienen vivas.

Existe sin embargo un punto de fuga que rompe con la concepción estrictamente moderna que podríamos tener de los “monstruos”. Si la moda modernista se caracteriza por su relación de intransigencia con el presente -manifestada sobre todo en su renuencia a perseguir lo sublime encerrado en las formas antiguas-, una referencia insistente en el trabajo de Telleria es el barroco y su desborde, su ilusión y su dramatismo. Estas esculturas tienen tanto que ver con Caravaggio como su exhibición de 2014 en la ciudad de São Paulo, Muerto que habla. El pliegue y la forma sin cuerpo (inquietudes que también aparecen en su serie de collages Depredador) le permiten enfocarse en la verdadera esencia visual del barroco, en la inclinación de la pintura y la escultura barrocas a abordar la imagen casi exclusivamente como un fenómeno óptico, algo que Caravaggio consiguió hacer como nadie antes. El espejo, entonces, aparece también como un elemento de simbolismo barroco, que mezcla lo óptico con la duplicación incontrolable de elementos además de ser en sí mismo, y en palabras de Telleria, “uno de esos materiales que no se agotan: no lo agotó la literatura, no lo agotó la arquitectura, ni lo va a poder agotar nada”.

Reflexionando, es esta posición ideológica consciente del “no querer saber” lo que libera a Telleria de su propia práctica. El tesoro de un malentendido; la alegría de estarse perdiendo de algo. “Siempre me gustó no saber, no entender. El pecado original es querer comprenderlo todo. Pero el ser humano cae siempre en la tentación e inventa dioses, gurúes, trucos y milagros que se alzan como lenguajes instantáneos, y construye esas concesiones porque las necesita, porque para creer no hay que entender, hay que querer”. Como escribió Hannah Arendt, “la narración revela el sentido sin cometer el error de definirlo”. El nombre de un país en donde sea, quizá, lo que no es.

When the mute idol speaks. Beatrice Galilee

It is never we who affirm or deny something of a thing; it is the thing itself that affirms or denies something of itself in us.’
Baruch Spinoza, Short Treatise II

Bring something incomprehensible into the world’.
Gilles Deleuze and Félix Guattari, A Thousand Plateaus: Capitalism and Schizophrenia

Mariana Telleria is an artist who respects the secrets in things. Often actively railing against legibility and advocating incomprehension, she is an entity of actions, neither protagonist nor observer. For an artist whose sculptural and spatial practice is unmistakably attentive to decision-making; whose work could be seen as a string of painstakingly delicate, deliberate operations, concepts and repetitions, it is impressive that she maintains her role as that of the antenna, rather than the signal.

We are in Mariana’s quiet sunny home and workspace on a street in the gridded city centre of the former industrial port city of Rosario, Argentina. This is early November and around us, plants and frames and boxes of objects occupy walls and floors. On a window ledge, Mariana gestures to a line of seven exquisite doll-sized mannequin-sculptures, each one tightly wrapped in folds of synthetic black, red, white, pin-striped or mesh materials. Stuff juts out from them, is hanging from them, neoprene is stapled and twisted, and fabric seems to be multiplying in a vibrating tableau of layers, further ignited and generated by the proximity to each other.

Born in the small city of Rufino, Argentina, Telleria moved here to the medium-sized, leafy and low university city of Rosario to study Fine Arts in 1998 and has developed her studio and gallery practice since then. Although she remained here, against the conventional flow of young artists towards the capital city, for her being Argentine is neither here nor there. Not a treasured or a separate class of knowledge, it is simply unassailable fact. One further “thing” that happened to her, along with her parents and the genetic code; geographical position is a kind of assumption and baggage at the same time; “acquittal and condemnation”, she says.

Her practice easily scales and fluctuates between tiny relics, to delicate compositions of wiry tree branches, ice or feathers to full-blown, physiologically stirring site-specific installations evoking sinking argosies, chandeliers, interventions into facades of buildings and durational performances that call an entire football stadium to her attention. Telleria dares objects to find themselves again as crypts, in performances, or just in contradiction.  The title she chose for the project that will represent Argentina at the 58th Venice Biennial is on itself an objet trouvé: her first exhibition in Buenos Aires, during 2009, was also called El nombre de un país. In this, perhaps the message that she, as the messenger, is a record, an insinuation, a fragment of the possibly surreal and magical lives of the words and the things.

The philosophical concept of “vibrant matter” was presented by professor Jane Bennett, following in the thinking of Bruno Latour, Bennett argues that “an actant is a source of action that can be either human or nonhuman; it is that which has efficacy, can do things, has sufficient coherence to make a difference, produce effects, alter the course of events”.

When we look at these seven sculptures one considers this role of a vibrant object. The assemblages of objects that form together a thing. The appropriation and repetition. The consistency, the linearity and continuation highlighted by different elements are necessary to think about the construction of a collection of possibilities, as a reaffirmation of certain choices and without the obligation of having to choose an only way to combine forms and materials. “Repetition gives me the possibility to unfold myself in space and time. To the spectator, I consider that it gives him the chance to choose how much to see.”

The compulsive repetition of a monogram with the initials “MT”, silk-screened or printed in thermo-adhesive material over the fabrics that envelope the structures, immediately refers to the visual saturation and the ubiquitous brand presence the iconic logos of Louis Vuitton or Fendi exude. Extracted from the back of the famous Miraculous Medal that Saint Catherine Labouré designed in the early 19th century after a series of hallucinatory experiences in which the Virgin Mary entrusted her with the mass production of medallions, the initials of the monogram originally referred to the “M” of Mary and a stylized cross in the shape of a “T “. In Telleria’s case, beyond any trace of naive vanity that can be perceived, the MT negotiates with the language of high-end fashion sharing its attitude of insolence close to a collage, close to the dismemberment and recomposition of meanings that avant-garde designers like Demna Gvasalia carry out in the best Duchampian tradition. Presenting the image of the artist as a brand -a procedure highly esteemed by certain conceptualists- does not interest Telleria as much as she is able instead to develop an almost childish “ignorance” regarding the political weight of certain symbols. To find synchronicities between forms and remote senses is a very recurrent procedure throughout her work; she resizes the spiritual weight of tiny objects and decreases the weight of sacred things, opening the way for unforeseen hierarchies.

There are objects or symbols that are innate things. William Mitchell helpfully differentiates between things and objects by stating that objects are the way things appear to a subject, objects are static and metaphysical, yet “things, on the other hand, signal the moment when the object becomes the Other, when the sardine-can looks back, when the mute idol speaks…”

In a sense, the strategic appearance of mirrors scattered through the pavilion also works as a kind of device that returns a gaze over the breach between the thing and the object. Beyond Telleria’s musings around the idea of what an installation is supposed to be -a mediation of different objects performed by the space itself, by a pure physical dimension rather than by a conceptual link-, mirrors act as a gear that allows repetition in real-time. It’s not just the composing elements of her previous work that appear once more in these sculptures: thanks to the mirrors these very same elements multiply themselves again and again. The bidimensional image contained within the mirror compacts the ecosystem of the pavilion and integrates every sculpture, every visitor, every structural factor. The subject becomes the Other, he splits himself along with the space.

The spectral moulage of the sculptures also implies a somewhat more “shallow” association with the mirror: the control over the image that’s exerted from a reflection is a critical factor on the fashion world, a main segment of the visual self-consciousness and of the process of transfiguration of the subject into a metaphysical piece of the universe, into an ideal. The mirror reminds us that each of these sculptures, lined up as models on a walkway, can also be the small mannequin that it was at the beginning, back in her studio, overturning the transition between the original and the replica. The moulage is a technique employed to test the drops and the stiffness of the clothes, to measure the visual effect of a garment, as a textile and volumetric assessment. In this way, Telleria’s “monsters” retain their dynamic, informal, experimental nature: technically they are just drapings and their final appearance will never be defined.

Both high-end fashion and the dazzling street styles still respect the modernist mandate of beauty being a living force that exists exclusively in the present time, without explicit ties to past canons. When Ulrich Lehmann writes about the preeminent position of fashion in modern culture during the second half of the 19th century and the first quarter of the 20th, he states that “fashion is the supreme expression of [the] contemporary spirit. It changes constantly and remains necessarily incomplete; it is transitory, mobile, and fragmentary.” It’s through this dimension of incompleteness that the sculptures keep themselves alive.

There is, however, a vanishing point that breaks with the strictly modern conception we might have of Telleria’s “monsters”. If modernist fashion is characterized by its intransigence towards the present -manifested above all in its reluctance of pursuing the sublime, locked in ancient forms of the past-, an emphatic reference in the work of Telleria is the Baroque and its overflow, its illusionism and its drama. El nombre de un país has as much to do with Caravaggio as her 2014 exhibition in the city of São Paulo, Muerto que habla. The fold and the disembodied form (concerns that also pop up on her Predator series of collages) allow her to focus on the visual essence of the Baroque, on the Baroque’s inclination to approach the image almost exclusively as an optical phenomenon, something that Caravaggio managed to do as nobody before. The mirror, then, also appears as an element of Baroque symbolism that mixes the optical with the uncontrollable duplication of elements as well as being in itself, and in the words of Telleria, “one of those materials that do not run out: literature didn’t exhaust it, architecture didn’t exhaust it, it can never be exhausted.”

On reflection, it is this conscious ideological position of not wanting to know that frees Mariana from her practice. The treasure of misunderstanding; the joy of missing out. “I always liked not knowing, not understanding. Original sin is wanting to understand everything. But the human being always falls into temptation, I invent gods, gurus, tricks and miracles, which rise like instant languages, and build those concessions because he needs them, because to believe you do not have to understand, you have to want.”

As Hannah Arendt wrote, “storytelling reveals meaning without committing the error of defining it”. The name of a country where, perhaps, the things that cannot be, are.

 

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Mariana Telleria. Cosas / El mundo no existe. Publicado por KBB