Mientras los museos celebran su romance con el público masivo; mientras galeristas y coleccionistas intercambian cada vez más dólares de un mercado crecientemente global; mientras las ferias, las bienales y las megaexposiciones hacen su despliegue de glamour, excentricidad pasteurizada y espectacularidad, en definitiva, mientras todo huele a fiesta, aparecen también unos temores compartidos y unas sospechas: preguntas acerca de la coyuntura del arte actual. Es que se han multiplicado los artistas abducidos por la fiebre estetizante-formalista (que se propaga contagiando y estandarizando las producciones más diversas) y los artistas atrapados por la huida conceptual-contenidista que presuntamente vino a combatir la alegre indiferencia del arte por el arte moderno y burgués. Nos preguntamos acerca de los que han elegido uno u otro camino, nos topamos con los que intentan posiciones alternas conjugando o conjurando ambas presiones, y vislumbramos a los que encuentran algún resquicio propio desde donde actuar, al margen o a espaldas de esas tendencias que ya han efectuado una verdadera reingeniería de los parámetros de lo que entendemos como arte. Decidimos demorarnos, entonces, en el potencial de las narrativas, que podríamos llamar también ficciones, o poéticas. Reunimos, y compartimos, la producción de algunos artistas dispuestos a contar unas historias. Este es el puntapié inicial de la cuarta Mostra Ventosul, en Curitiba.
En el contexto específico del arte argentino, existe una marcada predilección por la construcción de narrativas. A la histórica tradición de arte figurativo se sumó incluso, a mediados del siglo XX, el voluminoso cuerpo programático de una vanguardia abstracta –encabezada por el concretismo y el madí–, capaz de diseñar una lírica y una épica en torno a la pertinencia de un arte no representativo pensado para rescatar a las masas de su letargo. En los años sesenta, la expansión del conceptualismo encontró en muchos artistas argentinos un terreno perfecto para la fusión teórica y práctica de política con experimentación. De hecho, la máxima aventura estético-militante de la época, Tucumán arde, se erigió sobre esa posibilidad de utilizar el arte como plataforma de pensamiento. Saltada la brecha de silencio forzoso que impusieron las dictaduras, con el regreso de la democracia en los ochenta la necesidad de contar la Historia, o de inventar la/s historia/s, volvió en forma de catarata: el deseo de recuperar el derecho a decir sobrecargó las formas con ese contenidismo verborrágico del que luego la generación de los noventa intentó zafar, resguardándose tras una fachada de retórica cero que algunos caratularon como light o banal. Hoy el panorama presenta nuevos contornos, empujados por la crisis económico-social que signó nuestro ingreso en el siglo XXI, y que en el arte se tradujo en la propagación de experiencias cooperativistas y colectivas que nos gusta considerar en términos de estética relacional, aunque en verdad se gestaron en las arenas contingentes de la práctica, a años luz de la teoría francesa.
Si algo define al presente del arte contemporáneo argentino, es la pluralidad. Vivimos una época con espacio para todo, los oropeles mediáticos y la sedición callejera, la búsqueda grupal y el individualismo competitivo, conceptualismos y formalismos. Del arte hiperestetizado que coquetea con el costado más frívolo de la moda o del star-system, al arte de barricada que elude los formatos institucionales para infiltrarse en la vida social: la vigencia de unos no amenaza la existencia de otros; coexisten de manera pacífica (tal vez debido a una cuestión de madurez y tolerancia, o porque el sistema ha encontrado la manera de sacar provecho de todos). En esta marea de estilos y tendencias se revaloriza el lugar de las poéticas personales, reconcentradas, a veces bastante silenciosas, de los artistas difíciles de subsumir bajo el manto de las corrientes principales. Son los deslumbrantes anacrónicos, los ensimismados, los que trabajan exclusivamente desde las exigencias de su imaginación para poner en escena unos mundos privados que se ofrecen suspendidos, situados más allá de todo tiempo y lugar. La sección de artistas argentinos que se suma a esta edición de la Mostra Ventosul desea dar a conocer dos de estas visiones: dos ficciones fundadas desde fantasías y obsesiones totalmente subjetivas, y por lo tanto únicas y resistentes a la catalogación. Si a alguna categoría pertenecen, es a la de los artistas empecinados en contar sus historias al margen de las modas, los clichés y los oportunismos.
Max Gómez Canle (Buenos Aires, 1972) y Florencia Rodríguez Giles (Buenos Aires, 1978) comparten esa cualidad del ensimismarse, el soplo de la ensoñación que los hace abstraer en cierto punto de la realidad exterior. Los cuadros de Max, las fotografías de Florencia, se disfrutan bajo la forma de una inmersión, un viaje hacia adentro. Cuando se llega al fondo, se descubre que a pesar del tono íntimo y casi confidencial de sus trabajos, nada está sesgado por la vanidad. Max y Flor están inscriptos en lo que hacen, pero delicadamente; Max encarna en la montaña y Flor en sus criaturas sólo en tanto toda obra es en definitiva y aún sin quererlo, autorreferencial. No se exponen adrede, más bien despliegan un velo sobre su lugar de autores generando un cuerpo de sentidos –amalgama de ideas e imágenes– que funciona de manera autónoma. Podríamos no saber nada sobre ellos, los artistas, sobre la ciudad donde viven, sobre sus afinidades y rechazos, y sin embargo estaríamos en condiciones de sumergirnos en los mundos que convidan. No es casual que ambos, Max y Flor, ansíen un marco de contemplación tranquilo y penumbroso para sus obras: son trabajos que se niegan al impacto de las grandes luces. Desdeñando los recursos aparentemente más atractivos que propone la contemporaneidad –los enormes formatos en el caso de la pintura, las técnicas de backlight o el ploteado a todo color en el caso de la fotografía– ellos, confiados, optan por la potencialidad de lo pequeño y lo oscuro. No se dejan apresar por imperativos estéticos generalizados, ni por discursos explicativos. He aquí sus narrativas.
La obra elegida de Florencia Rodríguez Giles es Adaptación orilla, pieza única desplegada bajo la forma de una quincena de fotografías en blanco y negro. No se trata de un ensayo, no hay una hipótesis a probar, ni voluntad de registro de lo real. Las imágenes están pensadas como escenas en las que una serie de personajes, seres antropomórficos enrarecidos, actúan. Sus actos no responden a una lógica que pueda ser aprehendida de manera lineal. Las criaturas son retratadas de a una, de a varias, mirando a cámara o vinculándose con objetos o entre sí. Al traspasar la semioscuridad que difumina y vela las imágenes, recortados o agazapados en el claroscuro aparecen animales y cosas, cortinas, pelo, vegetación, ventanas, largas vestiduras, paredes descascaradas. En los ademanes y poses de los seres es posible inferir algún tipo de ritualidad, alguna clase de acontecimiento, tal vez trágico o sagrado. Las mutaciones y deformidades de los cuerpos, reconocibles como humanos y sin embargo diferentes, inducen a pensar en secuencias provenientes de un tiempo mítico.
Florencia boceta y preconcibe en sus más mínimos detalles cada una de estas escenas, mucho antes de convertirlas en imágenes. En sus archivos apunta frases, hilos de una ficción privada que se reserva para sí. Escribe “pelo: elemento de conexión con otras formas de supervivencia”, o “se hace ahorcar y ahorca”, o “un rayo cae sobre la grieta que sirve de augurio que sirve de soplo”. Después, reconstruye los escenarios de su imaginación y organiza las sesiones de fotos que funcionarán como base para el posterior tratamiento digital. El proceso redunda en una superposición de capas donde se mezclan lo soñado, lo documentado, lo transformado al calor de la ficción. Al revés que la mayoría de los artistas, ella no usa la computadora para limpiar sus imágenes sino para enturbiarlas. La toma final es el resultado de diversas operaciones de distorsión que incluyen la simulación de baja calidad, mediante la búsqueda de accidentes y defectos.
Aunque las acciones fotografiadas no parecen seguir un orden argumental, el parentesco físico y la duplicación de algunos personajes –hay siamesas, hay calvos, hay tortugas y perros con cruza de hiena– indicarían que se trata de una misma comunidad. La maleza y los árboles brotan dentro de ambientes arquitectónicos, en diálogo con mesas o ventanales. La luz es dramática, llega desde las aberturas y desciende revelando lo que ocurre en estos interiores sombríos. En la ficción de Florencia hay extraños protagonistas y aunque lo intentemos no lograremos determinar si son feos o hermosos, buenos o malos, jóvenes o ancianos. La mejor manera de mirarlos es perdiéndose en algo parecido a la niebla; un clima que no se deja nombrar.
La cámara del rey de la montaña es el título de la instalación de Max Gómez Canle. Es también, con alguna leve posible diferencia, el nombre de una pieza del compositor decimonónico noruego Edvard Grieg. Es precisamente esa pieza la que utilizan como base Max y el joven artista argentino Nicolás Bacal para crear la música que, unida a una animación digital de doce minutos de duración, aquí se exhibe en una minúscula pantalla ubicada en el centro de una montañita de bronce. El sonido –piano interpretado por Violeta Nigro Giunta– es indivisible de lo que sucede en la imagen; cada acorde se corresponde con la caída de pequeños cuerpos cúbicos que se van encastrando hasta conformar una figura. La estructura de funcionamiento es la del tetris, conocido videojuego de los años ochenta. La figura que se forma a medida que caen y se acomodan las piezas es una montaña que apenas permanece un instante, antes de desaparecer para que todo vuelva a empezar. Es preciso señalarlo: la contemplación serena de cualquier obra de Max produce una suerte de hipnosis, acentuada en el caso de este video.
En la forma –y en las implicancias y resonancias– de la montaña encontró Max hace tiempo un territorio de exploración que aún siendo muy transitado, o justamente por eso, decidió apropiar. Sin el menor viso de solemnidad tomó para sí la montaña de los poetas, de los filósofos, de los pintores, y la convirtió en fetiche, alter ego, talismán, leit motiv, ídolo, mascota. A veces apenas cónica y a veces lírica, escalonada o incluso sonriente, su montaña se vuelve cálidamente cercana, familiar. Cómoda en el pequeño formato, se presta a integrar situaciones en las que, por ejemplo, se asume como nexo durante un encuentro entre paisaje romántico y constructivismo. O le toca exponer sus capas geológico-geométricas en un recorrido que juega a mostrarla por dentro, hasta llegar a su corazón.
Max prepara cada obra, cada conjunto de obras y cada exhibición con un cuidado extremo, regodeándose en los detalles. La mesa-escultura que contiene la animación. El banco forrado de pana roja, para sentarse a mirar. El estante donde reposan los óleos sobre madera que componen la deliciosa Suite d’or. El tono parduzco de las paredes. Todo está dispuesto para propiciar un encantamiento, para que se vuelva necesario detener el ritmo. La dimensión de las piezas más chicas invita a aproximarse mucho, a reconcentrarse, a acortar la distancia. En las pinturas de mayor tamaño, que a veces combina con objetos, hay pinceladas tan mínimas y perfectas que tampoco es posible apreciarlas en el primer vistazo. El detenimiento se hace otra vez casi obligatorio. Aparecen entonces la textura rocosa de la montaña, el verde inaudito de una nube. Un perro dormido, las copas inventadas de los árboles. Uno siente que se traslada y flota. Ese es el efecto que provocan los ensimismados.
Texto publicado en el libro catálogo de la 4ª Mostra Latinoamericana de Artes Visuais-Ventosul, Curitiba, Brasil